Enrique Gibert Mella y Ana Laura Siniscalco son pareja en la vida real y también en los teatros de ópera más importantes del país, donde se lucen con su Gala Lírica Popular. Anhelan presentarla en el distrito.

Por DAMIAN FERNANDEZ
dfernandez@dia32.com.ar

No hay que ser ningún experto para darse cuenta que los intérpretes líricos no abundan en un país como Argentina. Justamente, es por este motivo que resulta curioso enterarse que dos importantes exponentes de la ópera viven en Ingeniero Maschwitz. Y ese dato se vuelve aún mucho más interesante cuando se descubre que las dos personas en cuestión son, casualmente, marido y mujer. Hablamos de Enrique Gibert Mella (60) y Ana Laura Siniscalco (42), los cantantes del Teatro Colón.

Sus historias de vida son tan disímiles como semejantes. Ella es hija del fallecido tenor Carlos Alberto Siniscalco y sobrina-nieta del tanguero Alberto Castillo, por lo que desde muy chica mamó la pasión por el canto. “Empecé en el Colón por decantación. Hice el instituto, después me metí en el coro y comencé con papeles chiquititos, cuando tendría veinte años. Era mi segunda casa”, explica a DIA 32 sobre sus inicios.

Como si esto fuera poco, al mismo tiempo realizaba conciertos “en todas las iglesias de Capital que te imagines”, como la Catedral Metropolitana, y también protagonizaba ciclos en el Teatro Roma de Avellaneda y en el Avenida, “donde a los dos años pisé por primera vez un escenario”, recuerda la soprano -rango vocal femenino más agudo-, oriunda del barrio porteño de Almagro. “Las mujeres grandes del teatro cuando me ven por ahí dicen, ‘¡Ah, la Shirley Temple (la Niña Dorada de Hollywood) de la ópera!’ Porque tenía siete años cuando empecé, cantando el brindis de Macbeth”, señala, con orgullo.

A diferencia de ella, Enrique creció en el seno de una familia porteña de comerciantes y sin músicos, aunque admite que también nació con un deseo enorme de cantar. “Me gustaba mucho el folclore. Cuando tenía 17 años empecé a estudiar canto y llegué a un lugar donde la que enseñaba, casualmente, tenía un grupo de ópera. Ahí me dijeron que tenía condiciones para la ópera. No me interesaba, pero tanto me insistieron que lentamente fui haciendo la traslación de un género a otro, estudié y me dediqué a la lírica”, cuenta el barítono -rango vocal masculino medianamente grave-, que casi sin querer terminó forjando una carrera admirable.

“Debuté a los 23 años, una edad récord, en el teatro Avenida. Después fui a España, Francia y cuando volví de Europa -tenía 29- me incorporé al coro estable y debuté en el Colón, que es como llegar a la primera de un club de fútbol, donde trabajo desde hace 35 años”, repasa con humildad. En el medio, viajó por el mundo y se dio el gusto de compartir elenco con grandes figuras como Alfredo Kraus, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y Sherrill Milnes, su principal referente.

Cupido por dos

La historia de amor de los cantantes del Colón es tan increíble como sus carreras artísticas. Se conocieron sin darse cuenta cuando él tenía 23 años y ella tan solo 5. Fue en una de las primeras actuaciones de Enrique en el Avenida, que Ana presenció junto a sus padres. Mucho tiempo después, las vueltas de la vida y la ópera Mefistófeles los volvieron a reencontrar, comenzaron a salir y finalmente, el 25 de octubre de 2003, sellaron su querer con el famoso sí.

Hace ocho años se radicaron en Maschwitz. “Un día vinimos invitados por unos amigos que se habían mudado de Núñez. Para nosotros era como el fin del mundo y cuando estábamos en la Panamericana yo dije, ‘¡¿dónde se mudó esta gente que no llegamos más?!’. Agarramos la Mendoza, que no era lo que ahora, y estaba desierta, ¡un domingo! Pero cuando entramos al barrio Los Horneros, enseguida le dije a Enrique: ‘Yo quiero una casa acá’”, recuerda ella. Y así fue.

Si bien la mudanza y la predilección por la crianza de sus hijos -Julieta (16) y Lucas (9)- le imposibilitaron seguir cantando en el Colón, uno de los teatros de ópera más importantes del mundo, la soprano no se arrepiente de la decisión. “Después de cinco años me di cuenta que la independencia que yo encontré acá no la tenía en Capital. Aprendí a manejar y ahora voy y vengo para todos lados. No me sacan de acá ni a cañonazos”, revela, entre risas. Ana trabajó en el recientemente cerrado Estudio de Arte Reina Reech -en Maschwitz Mall- y ahora enseña canto de forma particular.

Por su parte, Enrique también asegura estar viviendo “una experiencia maravillosa en un lugar hermoso”, aunque reconoce ser “un bicho de ciudad”. Por eso mismo, no tiene problemas en seguir viajando todas las semanas a Capital Federal para dar clases en el mítico coliseo de la calle Cerrito y, también, asistir a los ensayos de alguna obra específica.

Por caso, en 2015 se presentó en Colombia y en 2016 no paró de rodar: estuvo en San Juan haciendo Nabucco y en Mendoza presentando una ópera del 1700 con un director europeo. Como si fuera poco, protagonizó Rigoletto en el Auditorio Belgrano y cerró el año con tres funciones de la Novena Sinfonía de Beethoven. Igualmente, afirma que “el laburo es fluctuante”.

“Te lo grafico como ama de casa: un mes lentejas, al otro mes caviar. Es así, no tiene una estabilidad. Hay meses que no sale nada, pero capaz que en un mes te sale un montón y no podés agarrar todo”, explica ella. Seguidamente, Enrique afirma: “Argentina no es un país ideal para la ópera, que se desarrolla en Europa y un poco menos en Estados Unidos. Pero se puede, se puede”.

Ópera para todos

Los críticos y el imaginario colectivo asocian a la ópera con un género musical elitista, sofisticado y al que solo tiene acceso la clase más pudiente de la sociedad. Sin embargo, los cantantes del Colón trasladaron su matrimonio arriba del escenario para crear la denominada Gala Lírica Popular, una obra que viene a derribar ese mito y a democratizar el acceso a la cultura.

“La mayoría de la gente nunca escuchó ópera. Entonces, lo que hacemos es una primera parte con las aidas -canciones- más conocidas, aquellas que alguna vez se escucharon en televisión. Él hace fragmentos de películas, como El Padrino, y después hacemos canzonetas, como O sole mio, Santa Lucia, Core ‘ngrato, que son clásicos y la gente se engancha”, cuenta Ana, “el torbellino” de la pareja, sobre el espectáculo que presentan en teatros, eventos y cualquier lugar donde se los contrate.

“En realidad, el público siempre está. Yo te puedo asegurar que si voy al Jardín Japonés y me pongo a cantar, se junta gente”, concluye la soprano. Tanto ella como su marido, a pesar de haber paseado sus exclusivas voces por los teatros de ópera más importantes del país, tienen una nueva meta: presentar su espectáculo en el partido de Escobar.

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