Durante tres décadas y media, la bajada de Panamericana tuvo una referencia inconfundible: el restorán de Uruguay Almenara. Celebridades del ambiente político, artístico y social disfrutaron sus delicias. Dejó de existir en 1999.

Corrían los años ‘60 e Ingeniero Maschwitz era un pueblo perdido en mapas de papel, tan pequeño y recóndito que resultaba difícil hallarlo en el kilómetro 42. La Panamericana no existía, el camino de ripio era conocido como la simple ruta 9 y quienes querían llegar hasta estos pagos lo hacían basándose en una sola referencia: el restorán de la bajada.

A partir de 1964, cuando pasó a manos del matrimonio de Uruguay Almenara y Mirta Lescano, dejó de llamarse El Molino y fue bautizado como Popeye, en honor al marino que se alimentaba y se hacía fuerte a base de espinacas. El nombre fue un homenaje a Manuel Almenara, el padre de Uruguay, a quien apodaron así porque vivía en las islas de Tigre y pasaba gran parte del día remando y remando.

El establecimiento se convirtió en referencia dado que estaba en el terreno donde hoy funciona la estación de servicio Axion. Entonces, cuando alguien quería entrar a Maschwitz, a Dique Luján o ir a la mítica disco Tía Pola, sabía que tenía que bajar de la ruta en Popeye. Además del gran cartel que lo identificaba, conservaba el viejo molino, ícono de la firma anterior.

Los comienzos no fueron fáciles, pero todo el pueblo puso su granito de arena para ayudar al matrimonio recién llegado. “Cuando mi papá abrió no tenía un peso. Adolfo Gaitán le fiaba la carne, Conti le fiaba la bebida y el fiambre; Batista hacía lo mismo… Muchos comerciantes le fiaron porque era nuevo y tenía que poner mercadería a trabajar”, cuenta Adrián Almenara, hijo de los dueños.

La especialidad de la casa eran las pastas, pero también se destacaba una parrilla de buena calidad que con el olorcito de su humo atraía hasta al comensal menos hambriento. Era un paseo de fin de semana para gente que venía de Buenos Aires, personas de buen poder adquisitivo, porque los precios eran bien salados (no así la deliciosa comida). Quizás por esa razón era poca la clientela local.

El locutor Antonio Carrizo -un fan asiduo-, el humorista Mario Sánchez, “El Flaco” Menotti, “El Gordo” Porcel y Alberto Olmedo en sus idas y venidas a Rosario fueron algunas de las personalidades que se detenían en la carretera para degustar las opciones culinarias de Popeye y disfrutar de su aire campestre y descontracturado, al igual que Eduardo Duhalde, su esposa “Chiche” y hasta Jorge Mario Bergoglio, cuando era cardenal y lo de papa estaba solo en sus sueños.

El 16 de diciembre de 1991 fue un día trágico. “El fuego devastó todo. Me acuerdo porque estaba ahí y fui uno de los que intentó apagarlo”, rememora “Poy”, quien heredó parte del apodo de su abuelo. Aquel fatídico lunes el techo de paja del quincho fue devorado por las llamas y no quedó ni el mobiliario. Pero, como el ave fénix, Popeye resurgió de entre sus cenizas y fue reconstruido con techo de tejas.

“Poy”, ya de más grande porque Popeye funcionó hasta 1999, se encargó de la promoción del restorán a su manera: “Como me gusta mucho el fútbol y tuve la suerte de viajar e ir a mundiales, siempre llevaba la bandera que decía ‘Popeye- Maschwitz’ y eso ayudó mucho al mito porque se la veía por todos lados”.

Adrián tuvo una gráfica, se recibió de abogado y se dedica a lo suyo, pero junto a su hermana Marcela honraron a Popeye con Olivia, una patisserie que durante seis años funcionó en el Maschwitz Mall, a metros de Popeye… su marido.

Cuando en 1999 la familia buscaba vender o alquilar la propiedad porque sintieron que ya había cumplido su ciclo, una anécdota marcó la importancia de Popeye. Así lo cuenta Adrián: “Llamé a varias petroleras, entre ellas YPF, y hablé con la sección de raíces, le expliqué que tenía una propiedad en Maschwitz, que me interesaba saber si ellos estarían interesados. Y la chica de la YPF central me pregunta: ‘¿Queda de Popeye para el lado de Escobar o de Popeye para el lado de Garín?’”.

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