
Con el corazón desolado pero el alma llena de esperanzas, miles de venezolanos deciden cada día abandonar su tierra y salir en busca de una vida mejor. Sucede desde hace casi una década, en la que más de 8 millones de venezolanos emigraron huyendo del régimen de Nicolás Maduro, que va por su tercer mandato presidencial convirtiendo el día a día de los habitantes del país en un infierno.
Sonidos, olores, colores, sabores, costumbres, idiomas, idiosincrasias, cada nación tiene los suyos. Meter todo eso en una valija y que no se esfume en el largo camino del exilio es imposible. El desarraigo duele. No es solo dejar atrás objetos materiales. Es la familia, a veces hijos o parejas, el barrio y su gente. Con esa desazón ponen un pie en el avión o simplemente cruzan fronteras caminando, cargando bolsas en un carro de mano.
Se estima que 3 millones cruzaron a Colombia, que es un país limítrofe; lo mismo que Brasil, donde residen más de 500 mil; un millón y medio a Perú, unos 500 mil se han ido a Ecuador; 730 mil a Chile y 220 mil a Argentina, el octavo país con más población venezolana del mundo. El resto está desperdigado por diferentes países de América y el mundo. En muchos de esos lugares no son bien recibidos, sufren ataques y comentarios xenófobos. Acá no suelen tener ese tipo de problemas.
Desde el cierre de la embajada de Venezuela en Buenos Aires, que se dio a partir de un choque diplomático luego de las elecciones de julio de 2024, el gobierno del presidente Javier Milei implementó un régimen especial de regularización migratoria para todos los venezolanos. Una medida que ya habían tomado otros países de la región, aunque no todos, ya que algunos se tornaron más rígidos.
Impulsados por la crisis económica, política y social, la falta de alimentos, los salarios bajísimos y el costo de vida alto, pero sobre todo la imposibilidad de construir un futuro y un plan de vida, el exilio es masivo.

Venezolanos escobarenses
De los 220 mil que llegaron a Argentina, unos 550 venezolanos se instalaron en el partido de Escobar bajo las más diversas formas: grupos familiares o de amigos, solos, en pareja, con trabajo pre acordado, sin tener la más mínima idea de qué hacer de sus vidas, con y sin ahorros, con una pequeña renta…
“En mi tierra nos quitaron no solo las herramientas para forjarnos profesionalmente sino también como personas”, le cuenta Ana Oropeza (33) a DIA 32. Hace cuatro años que ella está en Argentina, cargando una situación por demás triste: haber tenido que dejar a sus hijos, de 5 y 7 años, en Venezuela, a cargo de la abuela.
Ana vive en Ingeniero Maschwitz. En un principio se las rebuscó como pudo, limpiando casas y cuidando niños, mientras hacía cursos de manicura y maquillaje para tener una salida laboral. “Los primeros tiempos fueron horribles. Yo no deseaba salir de mi país, fue un exilio forzado. Hoy me está yendo bastante bien con el tema de las uñas, que se puso muy de moda, y espero pronto poder traer a mis hijos. Me estoy perdiendo de verlos crecer”, reflexiona con dolor.
Las historias se multiplican y cada una es un mundo. Muchas familias quedaron desmembradas. Hay otras madres que sufren porque tienen a un hijo en cada país, todos están preocupados por la suerte de sus seres queridos y algunos reciben a la distancia noticias sobre la partida de parientes a los que no pudieron darles el último adiós.

Para acompañarse, ayudarse y dar solución a los temas burocráticos, crearon asociaciones a lo largo y ancho del país. En Argentina existen más de 52 organizaciones. Una de ellas es la Asociación Civil Venezolanos en Escobar. “La mayor problemática fue la de sacar documentos, sobre todo cuando cerraron la embajada, ya que no teníamos adónde recurrir. Formalizar y ayudar a llegar de forma legal al país es nuestro principal objetivo”, explica el presidente de la entidad, Ivanomar Cruz (53).
Hay detalles que parecen mínimos, pero no lo son, como la ropa de abrigo. Ninguna persona llega de un país tropical a casi el fin del mundo con guantes, gorros de lana y chaquetas de corderito. Por otra parte, a muchos los agarró la pandemia por sorpresa ni bien llegaron y la cosa se puso brava. “En esa época distribuimos alimentos de donaciones. A través de la federación logramos conseguir útiles escolares y realizamos jornadas de intercambio cultural con otras colectividades, como la boliviana, paraguaya, uruguaya, italiana, peruana, y jornadas de salud preventiva y de vacunación”.
También participan de ferias gastronómicas con sus arepas y tequeños, de emprendedores y de desfiles, donde muestran vestimentas y música típica. Es común verlos en muchos eventos locales.
Cruz fue un afortunado. Llegó a Argentina con trabajo confirmado en una papelera de Garín, donde le proporcionaron residencia en el centro de Belén de Escobar. Aterrizó en abril de 2018 y a los tres meses vinieron su esposa y dos hijas, que hoy tienen 21 y 22 años. Terminaron el secundario en el Instituto Belgrano y hoy estudian Comercio Internacional y Diseño Gráfico.

Su familia es oriunda de una ciudad industrial llamada Valencia, rodeada de montañas y a 30 minutos de las playas. Él tuvo la oportunidad de recibirse en la universidad, de tener propiedades, vehículo, de viajar y de tener vacaciones cada año. Pero con los cambios políticos empezó a vislumbrar que sus hijas no tendrían acceso a nada de eso.
“Su futuro no iba a ser el mismo que el mío en Venezuela. Si no hubiera pensado en ellas, quizás yo todavía estaría peleándola allá. Creo que en Argentina van a tener esa posibilidad. Yo ya no volvería a hacer lo que hice, hacerme una casa, etcétera. Prefiero hacer otras cosas. Mis hijas ya tienen la nacionalidad, se la dieron este año, y son argentinas”.
La migración venezolana tiene la particularidad de contar con muchos profesionales universitarios: médicos, ingenieros, licenciados en administración o contadores, entre una amplia variedad. La educación en Venezuela es pública y gratuita, aunque actualmente funciona en pésimas condiciones. Hay una cultura muy arraigada de estudiar, desde el más humilde al más pobre. “De la misma forma, otros tuvieron que reinventarse con negocios de comida, de costura, manejar un Uber o un Rappi” admite Cruz.
El sistema de salud también es público y gratuito, pero está diezmado y disminuido. “Hay que comprar los insumos para que te atiendan en un hospital, desde las gasas hasta los medicamentos”, cuenta. Algo insostenible cuando una jubilación mínima ronda los 2 dólares y un empleado de comercio con jornada de ocho horas gana cerca de 30 dólares mensuales. Un plan de internet bueno, que funcione, cuesta unos 100 dólares al mes, y un litro de leche 0,60 centavos de dólar. La moneda oficial es el bolívar, pero el dólar norteamericano mide los precios y, si hay, funciona como moneda corriente.

El desarraigo y el fantasma de volver
Si bien algunos sueñan con volver algún día, nadie saldría corriendo ni bien se produzca un cambio de gobierno. Mucho menos aquellos que lograron establecerse y aceptar a su país receptor como un nuevo hogar donde echar raíces.
Cruz cuenta que sus padres siguen allá y que en 2024 pudo ir y abrazarlos, después de seis años. Algunos parientes ya no estaban y eso fue lo más doloroso para él. “El desarraigo es una decisión que tomé y lo afronto como tal. Muchos han tenido que hacerlo a través de psicólogos. El caso de mi esposa es uno, le costó un montón conseguir laburo y no se encontraba acorde”.
Dice que está en proceso de nacionalizarse, porque le gusta este país. Hizo amigos muy queridos que no conocía en Venezuela y ya no pretende una casa propia ni nada de eso. “Quiero hacer otras cosas. Yo nunca pensé en volver, no está en mi mente hacerlo en forma inmediata y quizás no lo haga. El país está destruido”.
María Piña Lameda (62) es contadora y secretaria de la Asociación Civil Venezolanos en Escobar. Asegura que está feliz de estar en esta ciudad junto a su familia: más de 35 personas entre hijos, hermanos, nietos, amigos y nueras. A pesar de que el mayor de sus hijos se vino en 2017 y el otro en 2018, ella nunca había pensado en emigrar. “Mi esposo y yo estábamos casi jubilados”, señala.

Vinieron a pasar la Navidad de 2019: “Al ver que mis muchachos estaban empezando a trabajar y que los podía apoyar, decidimos quedarnos tres meses. Pero en eso vino la pandemia, que fue la que terminó de acomodar las cosas. Me puse a estudiar el sistema tributario chileno y hoy hago algunos proyectos para Chile”.
“Hoy en día no veo en otra parte. La gente acá es maravillosa, es una comunidad muy abierta y solidaria, muy identificada con nuestra situación. Siempre nos han dado la mano en todos lados. La gente común, del gobierno, de la iglesia… Es un pueblo tranquilo. Me gusta caminar sus calles, su seguridad, veo que de cinco años a esta parte muchas cosas han mejorado para bien del pueblo”, analiza María.
Desde la asociación ella ayuda n la tramitación de documentos, pero también participa de las ferias de emprendedores: “Las arepas son un éxito. En una oportunidad las hicimos con carne asada a la argentina y fue un boom. Me acuerdo que cuando llegamos no conseguíamos ni la harina para hacerlas y la teníamos que ir a buscar a Pilar. Ahora se encuentra en cualquier supermercado”.
Extrañar es inevitable, un hilo rojo que nunca se corta. Pero la mayoría de los exiliados saben que lo que dejaron atrás ya no existe, y la pregunta que se hacen es: ¿volver a qué? Para ellos, Escobar se convirtió en su patria adoptiva.