Margot Mega Barboza tiene 20 años, vive en Matheu y dedica sus sábados a visitar hogares de ancianos. Forma parte de una ONG llamada Huellas, que le dio un nuevo sentido a su tiempo libre lejos de su Perú natal.

Fue una publicidad en Facebook lo que le cambió la vida o, mejor dicho, lo que le dio sentido a sus días lejos de casa. Margot Mego Barboza tiene 20 años, vive en Matheu pero es oriunda de Perú, de la provincia de Jaen. Vino a Argentina atraída por los beneficios que el país da en materia de educación pública, decidida a comenzar la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires.

Su papá, Jesús Mego, vive aquí desde hace once años. Llevaban seis sin verse y, aunque él formó una nueva familia, se extrañaban mucho. A Margot le llevó tiempo decidirse a abandonar Perú por una tierra desconocida, sin amigos y alejada de los suyos: su madre, su hermana y, sobre todo, su abuelo Gilberto, quien fue un segundo padre para ella.

Mientras pensaba si dar o no el gran paso, terminó el secundario y durante dos años realizó trabajos temporarios para sobrellevar el día a día, pero no consiguió juntar los dos mil soles (unos diez mil pesos argentinos) que en Perú cuesta el examen de ingreso a la universidad pública. “Encima, si te va mal no te devuelven el dinero y tenés que seguir intentando e intentado, pagando cada vez”, le cuenta a DIA 32.

En el segundo semestre de 2017 se tomó el avión y aterrizó en Ezeiza. El abrazo con su padre fue interminable. Sin embargo, cuando los días comenzaron a tornarse rutina, se sintió agobiada por el aburrimiento. “Solo salía de la casa a cargar el celular para llamar a mi familia en Perú”, recuerda.

Las clases en el Polo de Educación Superior de Ingeniero Maschwitz todavía no habían comenzado y su único objetivo era conseguir el DNI argentino. Por eso, los viajes a la Dirección Nacional de Migraciones, en Capital, eran cada vez más asiduos.

Por esos días, una publicación de la ONG Huellas en Facebook llamó su atención. “Vi una foto de un hombre mayor con una chica que me recordó mucho a mi abuelo. Se miraban sonriendo y me pregunté por qué no invertir mi tiempo en algo bueno que me haga sentir más cerca de él”.

Así conoció a la organización creada hace 11 años por Ezequiel Rodríguez en La Plata, que bajo el lema “tengo un sábado” convoca a personas que quieran dedicar un par de horas del fin de semana para acompañar a abuelos hospedados en hogares de ancianos y a niños de orfanatos y comedores. Las actividades que realizan son simples, pero bien nutritivas para el alma de quien está solo.

Actualmente son cerca de 500 voluntarios, que concurren a establecimientos en Buenos Aires, La Plata, Quilmes y San Isidro, donde realizan juegos, cantan y arman juguetes para donar a chicos carenciados.

La primera vez, luego de un viaje interminable y con horas de anticipación, Margot llegó con mucha incertidumbre al hogar de ancianos en Palermo. ¿Se cumplirían sus expectativas? ¿Cumpliría ella las expectativas de los demás? “Entrar ahí fue lo mejor, con la simple presencia, sin hacer ni decir nada, los abuelos se pusieron felices, les cambió la cara en un instante. Me di cuenta enseguida de que realmente puedo hacer muchísimas cosas por otras personas”, afirma, a puro entusiasmo.

Dicen que todo lo que se da, vuelve. Margot entregó su tiempo y su alegría y recibió a cambio amor, resolvió su timidez y conoció a su mejor amiga en el grupo de voluntarios. “Logré cosas que nunca me hubiese imaginado, como ser capaz de organizar y dirigir un equipo, mientras ayudo a otros. En parte, me descubrí a mí misma. Haciendo voluntariado es cuando siento que mi vida tiene sentido”, concluye, con el corazón lleno de felicidad.

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