Mucho antes de que se pusiera de moda, hace cinco décadas decidió radicarse en la localidad. Aunque añora el “espíritu bucólico, agreste y campesino” de aquel pueblo, dice que “sigue siendo maravilloso”.

En las últimas décadas, incontables personalidades del mundo artístico, más o menos famosas, han elegido radicarse en Ingeniero Maschwitz. Mucho antes de que esta oleada migratoria de celebridades se iniciara, Rodolfo Ranni (88) decidió echar raíces en esta localidad, de la que ya es un vecino más.

Su cara forma parte de la memoria colectiva para muchas generaciones. Su voz ronca y su impronta italiana son características de los centenares de personajes que interpretó, tanto en televisión como en teatro y cine. Ranni es una marca registrada que causa admiración y respeto.

Vestido con un saco colorido, preparado como el gran artista que es, la cita tiene lugar en una cafetería de la avenida Villanueva. Entre anécdotas y sonrisas, comparte con DIA 32 una charla cálida. Cuenta que su enamoramiento por Maschwitz empezó casi por azar. En 1958 rodaba El hombre que hizo el milagro, su segunda película, junto a Luis Sandrini en la estación de Dique Luján. Los caminos de tierra y la arena que levantaban los micros de rodaje le hicieron recordar a los campos de su abuelo en Italia.

“Me parece que me voy a comprar un campo por acá”, comentó. Doce años más tarde, en 1970, un amigo que quería construir un barrio náutico le comentó sobre unos terrenos. Finalmente adquirió uno de cuatro hectáreas sobre el arroyo Escobar, soñando con sacar su lancha hasta el río Luján.

Rodolfo Ranni en un bar de Ingeniero Maschwitz
Café mediante. El consagrado actor dialogó con DIA 32 en un bar de la avenida Villanueva.

En esas tierras levantó primero “La Caracol”, que tras varias ampliaciones rebautizó como “La Redonda”, una chacra que se convirtió en un verdadero refugio familiar. En esa casa crecieron sus cuatro hijas: Estefanía y Eleonora, fruto de su primer matrimonio con la actriz Alejandra Da Passano, y Victoria y Carolina, nacidas de su unión con Silvia Sebres, quienes además fueron bautizadas en la parroquia San Antonio de Padua.

La vida diaria en Maschwitz se vio interrumpida en 1987, cuando un robo a mano armada obligó a la familia a mudarse nuevamente a San Isidro. “Sufrimos un asalto bastante complicado, nos asustamos y nos volvimos a San Isidro”, recuerda. Aun así, nunca se desprendieron de la chacra. El lugar siguió siendo punto de encuentro en fines de semana y fiestas familiares, hasta que, años más tarde, Ranni volvió a pasar más tiempo allí, disfrutando del contacto con la naturaleza.

En la chacra tuvo gansos, patos, gallinas, caballos, chanchos y vacas. “Disfrutamos mucho en familia. Los sábados hacíamos carreras a cuadreras, por eso le llamaban La Pista”, recuerda, historiando sobre la calle de su casa que hoy en día está asfaltada y es un ir y venir de autos.

Todavía defiende el “espíritu bucólico, agreste y campesino” de aquel pueblo con calles de tierra y vecinos que se identificaban por apodos: “Vamos a lo del gallego, a lo del polaco”. Ese paisaje cambió, admite, con nombres en las calles, el asfalto, los countries y la llegada de nuevos habitantes que pusieron de moda a Maschwitz. Pero para él, conserva la esencia de comunidad y la calidez donde todos se conocen. “Aunque ya no es nuestro Maschwitz, porque creció mucho, sigue siendo maravilloso”, sostiene.

Rodolfo Ranni, en una quinta de Maschwitz
Arraigado. Ranni eligió Maschwitz hace más de cinco décadas, cuando era un pueblo casi rural.

Raíces teatrales

Rodolfo Ranni es el hijo del medio. Nació el 31 de octubre de 1937 en Fassana, un pequeño pueblo cercano a Trieste, Italia. Llegó a la Argentina 1947 junto a sus padres y sus dos hermanos, tras ser exiliados por el régimen del mariscal Tito. “Fui echado de mi propia patria”, suele recordar.

Su primer acercamiento al mundo teatral ocurrió en la infancia, en Italia. En las misas, le impactaba escuchar al fraile que subía al púlpito a dar sermones. Además, integró el coro de la iglesia de su pueblo como tenorino y se sentía cautivado por las misas cantadas de las que era parte. “Me gustaba mucho esa teatralidad. Ensayábamos todas las semanas. Yo soy de la vieja liturgia”, confiesa.

En Argentina, el teatro lo volvió a encontrar; o, mejor dicho, fue su refugio. Al año de haber llegado a Buenos Aires, su padre falleció. Él quería volver a Italia, estar con sus amigos. Recuerda que, cuando bajó del barco, le preguntó a su papá dónde estaban los rascacielos, sin saber que Argentina no era Nueva York. “No, acá no hay rascacielos”, le contesto. Sin embargo, se crio en la esquina del Kavanagh -uno de los edificios más altos hasta ese entonces-, en el barrio porteño de Retiro.

Cuando tenía 15 años, luego de ir al cine con unos amigos, vio un cartel que decía “Próximamente gran teatro”. Así que, por curiosidad, bajó a un sótano sucio y la persona que lo atendió lo invitó a ser cofundador y construir colectivamente el Teatro de los Independientes. “Mientras ensayábamos, el que sabía de carpintería hacía el escenario; el que quería pintar, pintaba”. Hoy es el teatro Payró. Paradójicamente, mientras era monaguillo de la Basílica del Santísimo Sacramento, ensayó su primera obra: 14 de Julio, de Romain Rolland.

Rodolfo Ranni, actuando, de joven, frente a una máquina de escribir
Actor de vocación. Su primer acercamiento al mundo teatral ocurrió en la infancia, en Italia.

La vocación se consolidó en una escena íntima. Tras cuatro meses de reposo por una bronquitis que lo obligó a un tratamiento con inyecciones y a alejarse del teatro, decidió visitar a sus compañeros. Estaban haciendo la escenografía de La cuerda, la obra de Eugene O’Neill, y se entretuvo pintando.

Aquella noche, escuchó los gritos de una mujer que enseguida reconoció como los de su madre. Lo llevó de la oreja hasta su casa y lo encerró tres días en su habitación. “Ella quería que fuera gerente de banco, no que me juntara con vagos”, recuerda. Como en una escena teatral, volvió a ser niño y se sentó en su regazo para hablarle con el corazón de un adolescente que está decidiendo qué hacer.

“Le empecé a contar: ‘Mamá, vos tenés que entender que nosotros vinimos acá dejando nuestra casa, los lugares donde había dejado mis juguetes. Llegamos y murió papá’. Y de pronto, vi cómo caía una lágrima. Ahí supe que esto era lo mío: iba a ser actor”, reafirma Ranni, mirando a los ojos a quien lo entrevista.

Desde entonces, su carrera fue incesante. Sin academias formales, aprendió mirando a los grandes y apostando por un estilo priorizaba la credibilidad. “Hay que entrar y ser el otro. La letra hay que aprendérsela para olvidarla y que surja en el momento justo”, afirma, reivindicándose como uno de los fundadores del “método”, sin saberlo.

Rodolfo Ranni, varias décadas atrás
Autodidacta. Ranni no estudió en academias: aprendió mirando a los grandes actores de su época.

Actor todoterreno

Para Ranni, no existen etiquetas: “Un actor tiene que hacer de todo, y hacerlo bien”, afirma con convicción. Su carrera lo demuestra: a lo largo de su trayectoria interpretó todos los géneros (policial, drama y comedia), siempre acompañado por grandes artistas.

En el cine brilló en títulos como El desquite (1983), Comodines (1997) y, más recientemente, Mazel Tov (2025). Él mismo reconoce que el séptimo arte es donde más disfruta, porque “con una mirada se puede decir más que con un diálogo”. Y esa intensidad se refleja en cada personaje que encarna.

Afiche de la película El Desquite, con Ranni empuñando un arma
Arma en mano. Afiche de la película El Desquite, dirigida por Juan Carlos Desanzo y con gran elenco.

En televisión protagonizó verdaderos clásicos de la pantalla argentina: Muchacha italiana viene a casarse (1969), Matrimonios y algo más (1987) y Zona de riesgo (1993), todos éxitos que marcaron época, que fueron parte de la mesa familiar y la antesala a dialogar sobre el amor entre dos hombres en TV (su icónico beso con Gerardo Romano).

En tiempos de streaming, su talento se incluyó en producciones como Coppola, el representante (2024), El marginal (2022) y Abejas: el arte del engaño (2021).

Su versatilidad lo llevó a participar en otro tipo de propuestas, como Cantando por un sueño (2006), y a la conducción de Rodolfo Ranni en su salsa (2001), programa en el que “interpretó a un cocinero” y le permitió residir cuatro años en España. En teatro deslumbró en obras como Potiche (1990), Bingo (2003) y Esta noche no, ¡querida! (2006).

Actualmente recorre salas con La noche de la basura, obra que dirige y en la que también actúa. “Me gusta la gira, ir por los pueblos, hacer teatro en una cancha de básquet si hace falta. La gente es agradecida y generosa. Es como antes, cuando se decía: ‘guarden las gallinas, que llegaron los cómicos’”. Esa conexión directa con el público, asegura, es irreemplazable.

Vecino y trabajador

Pese a la fama, Ranni insiste en definirse como un hombre común. “Soy un señor que trabaja de actor”, repite con naturalidad. En Maschwitz lo conocen como “el Tano” y lo saludan en la calle, pero él se siente un vecino más: compra la carne en El Luchador, recuerda los panes de La Esperanza, disfruta de comer en Lo de Nancy, antes de la vía, y cuando hace falta pasa por “el chino de la esquina”.

También celebra los avances de la gestión municipal: la Unidad de Diagnóstico Precoz (UDP) de Maschwitz, el crecimiento de Escobar y el renacer del teatro Seminari, donde se presentó varias veces. “La UDP es una cosa que parece de otro país: por la amplitud, por cómo te atienden, hasta al otro día te llaman para saber cómo estas. Lo que hace Ariel Sujarchuk es maravilloso: lo que está haciendo en la 26, lo que hizo en Garín, la renovación del teatro… todo es extraordinario. Es el mejor intendente de los últimos 60 años del partido”, remarca, sin dudar.

“Me gusta la gira, ir por los pueblos, hacer teatro en una cancha de básquet si hace falta. La gente es agradecida y generosa”.

Con la misma sencillez con la que se presenta, Ranni se mantiene ajeno a la tecnología, algo casi habitual en las personas de su edad. No usa smartphone, lleva un celular con tapita que solo sirve para llamar y recibir llamados. “Si vos me llamás, yo te atiendo”, sintetiza. Para él, lo importante sigue siendo hablar con las personas cara a cara y poder mirarlas a los ojos.

Su familia mantiene distancia de su vida profesional. Sus hijas suelen evitar las fotos y recién de adultas lo acompañaron a un estreno de cine. “En mi casa no se habla de mi trabajo”, aclara. Tal vez por eso conserva una relación desapegada con su propia obra: casi nunca se mira en películas o series porque su autocrítica lo incomoda. “La primera toma siempre es la mejor, la más espontánea. Después, prefiero no mirar”.

En tiempos en que muchos actores argentinos deben manejar un Uber para sobrevivir, Ranni insiste en que ser actor es, ante todo, un oficio. “La gente cree que es algo especial, pero es una labor como cualquier otra. El actor es un desclasado. A veces hasta me ponían problemas en los aeropuertos porque no lo consideraban una profesión”, rememora.

Esa postura dignifica su tarea, ya que detrás de cada personaje hay disciplina, lectura, memoria fotográfica y un compromiso físico y emocional, que lo acompañó incluso con 41 grados de temperatura corporal: “Arriba del escenario se me va la fiebre”. Para él, la misión es clara: hacerle creer al público que lo que ve es real.

Un presente con futuro

A sus 88 años, Ranni no se muestra nostálgico ni contempla la idea de retirarse. Al contrario, se mantiene en movimiento y con proyectos en el horizonte. La jubilación no entra en sus planes, y él mismo lo dice sin problema: no podría vivir de ella, necesita trabajar y agradece que siempre tuvo propuestas. Su oficio no solo es una elección artística, también es la forma en que sostiene su vida cotidiana.

Asegura que nunca soñó con personajes específicos, salvo con La muerte de un viajante, de Arthur Miller, una obra que le gustaría interpretar. Alguna vez fantaseó con abrir un pequeño restaurante de seis mesas, donde pudiera unir su pasión por la cocina con la teatralidad, contando anécdotas a los comensales. Sin embargo, no es un proyecto que figure entre sus planes actuales.

Rodolfo Ranni y Graciela Pal actuando en el escenario de un teatro
Presente. Junto a Graciela Pal, Ranni sigue activo en el teatro con La noche de la basura.

Mientras tanto, sigue activo. Además de dirigir y actuar junto a Graciela Pal en La noche de la basura, prepara una obra con Marta González para la próxima temporada en Carlos Paz. La vitalidad con la que encara cada proyecto confirma que el escenario continúa siendo parte de él.

Rodolfo Ranni es un pedazo de la historia del espectáculo argentino, pero también un capítulo vivo en la memoria de Escobar. Su trayectoria dialoga con los cambios del país y del propio Maschwitz: del pueblo de sulquis y panaderías familiares a la ciudad que hoy crece entre countries y restaurantes de moda.

En definitiva, Ranni es eso: un actor que dignificó su oficio, un trabajador que eligió Maschwitz para estar en contacto con la naturaleza, celebrar fiestas familiares y atravesar la vejez a su manera. Se define como un vecino más, con humildad, aunque detrás de esa sencillez se esconde toda una vida dedicada al arte y un legado que atraviesa generaciones.

Lo suyo no son los títulos ni los homenajes: su vida misma es testimonio de que la grandeza se construye con oficio, pasión y la firme decisión de no bajarse nunca del escenario.

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