Durante doce años recorrió las calles del centro de Escobar vendiendo café con su carrito y su impecable delantal. “Me gustaba tanto lo que hacía que solo falté una tarde por un ataque de hígado”, asegura.

Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar

Un café es bienvenido en cualquier momento del día. Más si se está trabajando y un gentil cafetero se acerca a suministrarlo. De ese noble servicio, Alfredo Dorado (47) hizo su modo de vida. Durante doce años recorrió las calles de la ciudad con su carro y sus termos humeantes, siempre cordial, aplicado y ofreciendo un producto de primera calidad.

Alfredo nació en Garín y durante mucho tiempo trabajó en la fábrica de pinturas Alba. Pero a fines de los ‘90 la empresa hizo un recorte de personal y quedó en la calle, engrosando el ejército de desocupados y sin idea de qué hacer. Se había comprado un terreno en Belén de Escobar y estaba construyendo su casa, pero nadie lo tomaba para trabajar. “Un día fui a Pilar y estando en la plaza veo pasar a un cafetero. Le pregunté si había trabajo y me contestó: ‘Estamos justos, gano 20 pesos por día’. Entonces hice la cuenta: si él ganaba 20 como empleado, yo iba a ganar 40 trabajando para mí. Me volví planeando la tarea en el 276”.

Para montar su emprendimiento, compró unos fierros, las ruedas, cortó, soldó y se armó un carrito de cafetero. Después hizo dos más, pensando que le iba a ir muy bien porque no había cafetero en Escobar y entonces no iba a tener tiempo de ponerse a hacer los carritos para la gente que contratara.

Además, hizo un curso para aprender a hacer un rico café, se interiorizó sobre las diferentes variedades y se contactó con un tostadero donde se lo vendían en bolsas de 20 kilos.

“El primer día sentía susto, miedo, un dolor en la panza… porque uno no está acostumbrado a vender en la calle. Salí a regalar café por 25 de Mayo, Rivadavia, Tapia de Cruz, por todos los negocios, paraba un hombre en un camión y le regalaba un café. Esa fue mi forma de presentarme”, recuerda.

Pero el segundo día no fue nada alentador: solo vendió un café. “Me moría de tristeza, pero al otro día tuve que salir igual”. Cuenta Alfredo que ese primer invierno fue muy lluvioso, por lo que debió comprarse un piloto y botas de goma. Vendía el vaso a 80 centavos y trabajaba tres horas a la mañana y otras tantas a la tarde.

Las cosas empezaron a mejorar. Sin embargo, en todos esos años nunca logró encontrar a otros cafeteros que se acoplaran al trabajo. “Cada vez que conseguí a alguien fue pérdida, terminaba mandándoles remises a las casas para que vinieran a trabajar”. Pero al hacer el balance, Alfredo no se queda con esa experiencia sino que rescata a la cantidad de gente maravillosa que conoció recorriendo las calles y que lo ayudaron de todas las formas posibles.

Recuerda que su primer cliente fue Alberto Ranne, quien le dijo que todos los días le iba a comprar un café y así lo hizo. “Me hice muy amigo de gente como Silvio González, Agustín Fernández, Alfonso Diez y muchos más, con los que pasé muy buenos momentos. Me empezaron a invitar a cenar, me llevaron a muchos restaurantes de Puerto Madero -aunque yo siempre pagaba lo que me correspondía- y también jugábamos al fútbol. El mío era El Equipo del Cafetero”. Alfredo dice que la pasaba tan bien que en doce años sólo faltó a trabajar una tarde, por un ataque de hígado.

Hace un par de años que colgó el carrito. Ahora se dedica a hacer trabajos de plomería, electricidad y arreglos varios. Tuvo un problema de salud y decidió que era momento de disfrutar de la vida sin tanto sacrificio ni atado a horarios y a días fijos.

También destina parte de su tiempo a obras de beneficencia y a colaborar con entidades de bien público. “Es una forma de devolver todo lo que me dieron a mí”, finaliza Alfredo, emocionado hasta las lágrimas.

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