
Cuando empezó a tener uso de razón y pudo elegir un juguete para que le regalen, lo primero que quiso fue una ambulancia. A los tres años, Javier Burruchaga (60) ya sabía que quería ser médico. No necesitó tests vocacionales. Y eso lo hizo disfrutar mucho más de un camino que sabía que era largo y difícil, pero que al final del recorrido tendría recompensa. Con la satisfacción y el orgullo de traer niños al mundo, una de las tareas más emocionantes que pueden existir.
Nacido en Gualeguaychú, Entre Ríos, era chiquito cuando su familia se mudó a Buenos Aires, asustada por las fuertes inundaciones que se daban en esa región. Durante unos años se establecieron frente a la planta química Parke Davis, en Belén de Escobar, hasta que su padre compró una casa en Loma Verde. Allí vivió hasta que se casó, a los 27 años. Desde entonces, vive en Ingeniero Maschwitz.
Su papá, Héctor Burruchaga, creó en Loma Verde el legendario restaurante El Entrerriano, sobre la Colectora Oeste, a la altura del kilómetro 55 de la autopista. La parrilla abrió en 1972 y fue un clásico que duró décadas. “Era un excelente asador, pero nunca había puesto un local. Y la verdad es que fue un éxito”, cuenta su hijo, que recibió a DIA 32 en su consultorio ubicado en el edificio de la esquina de Belgrano y Estrada, a una cuadra de la plaza principal de Belén de Escobar.
Al lado de El Entrerriano, durante mucho tiempo, hubo un espacio donde tomar café con una excelente repostería artesanal. Era un plan ideal para los fines de semana. Ese emprendimiento fue idea de Javier Burruchaga y su entonces novia, hoy esposa, Claudia Ripari. Ambos estudiaban y lo hicieron para solventar los gastos de la universidad.

“Con ese negocio nos financiamos los estudios y nos compramos la casa. Abrimos en el ´86 y estuvimos hasta el ´98. Atendíamos pocas horas para poder estudiar, solo sábados y domingos, con repostería de muy buena calidad. La gente hasta el día de hoy me lo recuerda. Nos fue muy bien”.
Al rememorar aquellos tiempos entre cheesecake, selva negra, tarta de frutillas y cremas, aparece en su mente un dato curioso. “¿Sabés que nunca más hice una torta desde el día que cerré? Ni para los amigos ni para la familia”, confiesa, café de por medio.

Más de 4.500 partos
Javier Burruchaga estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde se recibió en 1992. Hizo cuatro años de residencia en el hospital provincial de Tigre, con especialización en ginecología y obstetricia, su oficio desde hace más de tres décadas.
“Yo quería ser cirujano y también me gusta conversar bastante. Como en este rubro hay mucho para hablar, sobre cuidados, prevención y los pacientes son continuos, me incliné por esto. Hoy atiendo hijas de pacientes, distintas generaciones”, afirma, feliz.
-¿Cómo se despertó en vos el interés por la medicina?
-Desde chiquito, desde siempre. Mi madre fue una médica frustrada, si hubiera sido hombre habría estudiado medicina. En esa época era más difícil para las mujeres, pero le encantaba. Esta profesión me ha dado muchas satisfacciones y sinsabores, pero es lo mío.
-¿Dónde fue tu primer trabajo como médico recibido?
-En la Clínica Fátima. Yo era un “pichi”, recién recibido. Hice partos a medio Escobar. Tengo más de 4.500 nacimientos. Hasta ahí saqué la cuenta, pero son más. Llegué a hacer 40 partos mensuales en mí época, más de uno por día.

-¿Qué se siente al traer un bebé al mundo?
-Es una de las mejores sensaciones. Lo que uno hace como obstetra es ayudar y tener pautas de alarma. Después, todo lo hace la mamá. Tenés que tener el concepto de obstetricia como tiene que ser. Hoy está un poquito distorsionado eso, se cree que la cesárea es un estado normal y no, es un arma que se usa en ciertos casos. La obstetricia es divina, pero me alejé ya hace tiempo.
-¿Cuándo fue el último parto que atendiste?
-Hace ocho años, a una chica de Matheu. Me retiré porque tenés que estar los 365 días del año. Suelo manejar un muy buen humor, pero hubo un tiempo que levantarme a las 4 de la mañana ya me jodía un poco. Me han llamado a esa hora para preguntarme si podían tomar champagne en un casamiento… ¡Y decí que no agarré esta época de WhatsApp, me salvé, sino me volvían loco!
-¿Tuviste muchos llamados poco oportunos por urgencias?
-Sí. Una vez estaba con toda la familia en el cine de Pilar viendo Shrek y me suena el teléfono, en la mitad de la película. Todos arriba del auto otra vez, a alta velocidad para llegar a un parto. Mi señora me dijo que eso no podía pasar más, que era un peligro. Desde ahí empezamos a salir en dos autos por si me tenía que volver de algún lugar apurado.
-¿En vacaciones cómo hacías?
-Se programaban con ocho meses de anticipación. Hay que avisarle al paciente que de tal fecha a tal fecha no vas a estar. En las de invierno a veces me escapaba unos días y era un lío.

-¿Por todas esas cosas te alejaste de la obstetricia?
-Tal cual. Ahí decidí empezar mi carrera como mastólogo. Estudié tres años para ser especialista y volví a los libros. El mastólogo se dedica principalmente al cáncer de mama, patologías de mama, sea cáncer, quiste, nódulos. Me enamoré de esta especialidad. Me dio otra vuelta de rosca y pasé de traer vida a la oncología.
-¿Cómo fue haber sido el obstetra de mujeres que vos mismo trajiste al mundo?
-Le he dicho a pacientes que era una falta de respeto que les haga el parto, pero lo he hecho. En mi última etapa me pasó, con pacientes de 20 años. A veces me pregunto qué es lo que engancha a pacientes jóvenes conmigo, a las hijas de pacientes. Hay una brecha generacional bastante grande, pero para mí es un placer traer una vida y que después me venga a ver como paciente.
-¿Cuáles son los mayores sinsabores de la profesión?
-Hay nacimientos que no están bien, con patologías agregadas, un 2% tiene problemas. Es muy angustiante para la madre, hay bebés que fallecen… Puede pasar y va a seguir pasando. Todo lleva un riesgo: desde que el chiquito saca la cabeza pedís por favor que respire.
–De tus casi 5.000 partos, ¿qué porcentaje fue natural y cuál por cesárea?
–Siempre fui pro parto natural. Hay mujeres que le tienen miedo al parto y quieren cesárea, pero ahí es donde les tenés que decir que se puede. Que, si no hay parámetros patológicos, ir a cesárea no, salvo ciertos casos.

Vida, colegas y Escobar
“Un día mío empieza muy temprano, duermo bien y arranco. A las 12 paso por mi casa a almorzar, me ducho y hago una siestita de veinte minutos. Me preparo para la tarde y arranco otra vez a las 14. Trabajo hasta las 20, vuelvo, ceno y me acuesto temprano, 21.30 ya estoy durmiendo”, comenta sobre su rutina laboral, bien establecida y aceitada.
Hasta hace tres años coordinó durante mucho tiempo el área de ginecología y obstetricia de la Clínica Fátima. En la actualidad solo recorre la sala a la mañana y supervisa pacientes. Trabaja en el servicio de mastología del hospital de Pacheco y atiende dos consultorios particulares, el de Escobar y otro en Maschwitz.
-¿Cómo ves el nivel médico escobarense?
-Es muy bueno. En una comunidad tan cerrada como la nuestra, donde nos conocemos todos, es algo positivo. También veo que hay mucha afluencia de médicos de afuera. Lo que no veo bien es el semillero: se invierte en edificios, aparatos, resonadores, pero no se cubren las residencias. La medicina dejó de ser estudiada. Vas a una guardia y hay un alto porcentaje de gente extranjera, no hay médicos argentinos.
-¿Por qué crees que pasa?
-Básicamente porque la gente joven es cortoplacista y esto es a largo plazo. Nadie quiere invertir seis años de carrera y cuatro de especialidad, más un par para que seas conocido y tengas gente. Económicamente no te da mucho. Tenés que trabajar bastante, tener un nombre. Toda la vida nos pagaron mal a los médicos, no hay semillero. Yo soy de los más grandes de Escobar, junto a Ruth Coletes. Ella me ayuda en la Fátima.

-¿Te gusta cómo está Escobar?
-Sí, lo veo bien, progresó. Pero yo, por ejemplo, no tengo cloacas donde vivo en Maschwitz. Cuando me mudé allá éramos tres propietarios en una manzana, hoy está lleno. Es el progreso, pero hay cosas que están bien, se hacen obras.
-¿Sos de salir a comer, a pasear?
-Claro. Si me quedó por acá voy al restaurante de mis sobrinos: Nuestra Herencia, lo que era El Entrerriano. Mi hermano Hugo, que falleció hace años, se había quedado con el negocio. Le cambió el nombre y ahora lo atienden sus hijos. Se comen las mejores empanadas fritas cortadas a cuchillo que hay. Cuando vamos pido eso con un chorizo y asado de tira. En un día libre me gusta salir a caminar, comprarme algo, planificar una cena. Siempre me gustó vivir bien, es la base para estar bien.
FICHA PERSONAL
Ayudante de la cigüeña
Javier Burruchaga nació en Entre Ríos el 8 de mayo de 1965. Hijo de Héctor Burruchaga y Elsa Weber. Hizo los estudios primarios en la Escuela Nº1 de Belén de Escobar y el secundario en el Instituto San Vicente de Paul. En 1992 se casó con Claudia Ripari (62), psicóloga, con quien tuvo tres hijos: Alejo (27), abogado; Gianni (25), ingeniero; y Francisco (23), deportista y estudiante de teatro y cocina. Por ahora no tiene nietos, pero es algo que anhela. “Me gustaría ser abuelo, es una etapa que hay que vivir, me imagino haciendo todo lo que no pude hacer con mis hijos”, confiesa.
Ginecólogo y obstetra de vasta experiencia, desde hace ocho años se volcó a mastología, una especialidad dedicada al estudio, diagnóstico, tratamiento y prevención de enfermedades de las mamas.

Trabajó part time en el Hospital Austral, coordinó el área de obstetricia en la Clínica Fátima, donde se inició profesionalmente, está en el Hospital de Pacheco y en sus dos consultorios particulares.
En mayo recibió un reconocimiento de la Legislatura bonaerense por su compromiso con la salud, junto a sus colegas escobarenses Gustavo Lemme y Rubén González. “Sentí mucho placer por eso. Me llamó la atención porque en Escobar siempre trabajé en lugares privados. Fue un reconocimiento social en mi tierra. Algo muy lindo”, comenta sobre ese homenaje, promovido por el diputado provincial Leonardo Moreno.

Además, integra un equipo del Conicet que investiga futuras drogas para la prevención y la curación de las enfermedades de mama. “Hace 15 años que estoy junto a la doctora Claudia Lanari y seguimos trabajando. No sé qué pasará. Lo que hacemos es en pos de la ciencia. En esto la prevención es fundamental, pero de diez mujeres que andan por la calle, ocho no se controlan”, señala.