ceramistas artes del fuego
La arcilla extraída de estas tierras era usada por los pueblos originarios para crear objetos de uso cotidiano. Varios siglos después, hay quienes intentan replicar sus técnicas con respeto y admiración.

El oficio de ceramista es un diálogo directo con la cotidianidad de las poblaciones originarias, en profunda conexión con los ritmos de la naturaleza. Adentrarse en las técnicas de alfarería de estas tierras, prexistentes a la conquista española, es un camino hacia los ancestros.

Querandíes, chanas, charrúas, guaraníes y otros pueblos dejaron vestigios en el territorio que actualmente ocupa la provincia de Buenos Aires. En sus distintos paisajes, como los humedales o las costas de río, los suelos con contenido de arcilla, en mayor o menor proporción, sirvieron a sus antiguos habitantes como material para su producción alfarera y hoy conservan pedacitos de aquellas piezas con información que permite a los especialistas conocer más sus formas de vivir.

En grupos de investigación de territorios comunitarios y sagrados, mujeres alfareras se dedican a la observación e interpretación de tiestos o trozos de cerámica para reivindicar esta práctica, entendiéndola no como un exotismo sino como elemento constitutivo de la cultura local. Uno de esos lugares es la comunidad indígena Punta Querandí, que está en el límite entre Ingeniero Maschwitz y Dique Luján.

Convocada por esta búsqueda, Florencia Borowski (38) se acercó hace tres años a este territorio comunitario para investigar las piezas que usaban los antiguos pobladores. Dejó Capital Federal para instalarse en Belén de Escobar; más precisamente en el Barrio de la Música.

La atrajo la posibilidad de trasladar su taller de cerámica, donde trabaja con quemas a leña y técnicas ancestrales para producir objetos de uso cotidiano.

“Encontré más gente interesada en devolver el paisaje autóctono a este territorio, con ganas de vincularnos con el entorno”, le cuenta a DIA 32.

tallerista de alfarería
Escultora. Florencia Borowski es licenciada en Artes Visuales y vive en Escobar desde 2020.

Experimentar y aprender

Junto a ceramistas de Olleras Cooperativas y del taller Anatiri, la escultora llegó a los encuentros de Punta Querandí, donde se recrean ollas y cuencos originarios a partir de tiestos, que son pequeños fragmentos hallados de un cuerpo cerámico. “Con la investigación y el trabajo experimental intentamos imaginar cómo habrán sido los objetos contenedores de esas poblaciones”, comenta.

“A partir de los fragmentos intentábamos averiguar el tamaño de las vasijas, lo fino y lo delicado que trabajaban. Los tiestos contienen información sobre qué materias utilizaban, de qué manera se apoyaban las manos en las piezas y se manipulaban”, amplía Borowski, quien cursó la licenciatura en Artes Visuales con orientación en Escultura de la Universidad del Museo Social Argentino.

La intención del grupo de ceramistas era que aquellas piezas conservadas en el museo indígena de Punta Querandí se conviertan en el germen para devolver la cerámica al sitio, una manera de incorporarla a la cotidianeidad para mantener activa la memoria.

De la misma forma, su trabajo en el taller Amaru fue orientándose hacia la creación de objetos de uso diario: “Quería vivir en un lugar donde pudiera desarrollar el oficio cerámico de manera autogestiva, con la arcilla del lugar, conociendo cómo se hacía cerámica acá, para qué se usaba, cómo era el estilo de vida y por qué”.

Sus piezas, no por cotidianas, son menos delicadas. Vasijas, cucharas, tazas y cuencos para todos los días se vuelven únicos por sus motivos y patrones inspirados en la naturaleza, o por formas de animales y de cuerpos femeninos en sus mangos o asas. Cada una deja ver que la atención está puesta en la calidad, los detalles y en los rituales al momento de su elaboración.

 “Hay mucho que tenemos para desaprender quienes venimos de la ciudad e incorporar otros modos más conectados a la naturaleza”, asegura, motivada por las posibilidades de este entorno.

En las piezas que trabaja se pueden ver también las influencias estéticas de esta “raíz americana”. “Los tiestos cerámicos se imprimieron sobre la arcilla húmeda con distintas materias como huesos, espinas o ramitas de árboles. Eso deja una huella sobre la arcilla fresca que arma una trama y eso es lo que aparece en la cerámica que hago, como un modo de dialogar con ese hilo que viene de tan lejos en la historia”, explica.

Rebelarse al sistema

Antes de conocer Punta Querandí, Florencia Borowski estuvo varios años visitando amigos de la zona y explorando humedales y el Delta en busca de arcillas para experimentar. Cuando se mudó, construyó una casa de barro con la tierra que extrajo del terreno y descubrió que esa arcilla era apta para fabricar las piezas de cerámica.

“No es lo mismo trabajar con una arcilla que viene de un lugar del que desconocés cómo es su paisaje y su historia, a poder trabajar con la arcilla de donde vivís. Estás trabajando con toda la historia de ese lugar”, remarca la escultora.

A diferencia de las posibilidades en un ámbito más urbanizado, rodeado por edificios, en su nuevo hábitat encontró material variado y accesible. Así, la continuidad de su taller Amaru adquirió en Escobar un valor agregado.

“Uso arcilla local mezclada con arena y chamote, que es la misma arcilla cocida y molida. Con esos componentes ya se puede hacer todo tipo de objetos cerámicos para distintas funciones”, apunta.

Didáctica y experimentada, también señala las particularidades del horno a leña: “No hablamos de temperaturas ni de números, no es algo que programás. Se trata de entrenar la mirada para poder observar el color de la pieza y darnos cuenta de que está lista”.

“Igual, cada quema es un universo y pasan cosas adentro del horno que no se controlan. Por eso es tan hermoso abrirlo y sorprenderse con colores que no esperabas”, describe, fascinada por estas quemas pacientes y artesanales, sabiendo que el fuego le devolverá una pieza tan viva como ancestral.

En sus clases, que da todos los jueves, invita a la paciencia y a desacelerar los ritmos: “La propuesta es que vuelva la tierra, trabajada con las propias manos, a ser parte de los días de la vida, de los rituales cotidianos, de las comidas… Es un poco rebelarnos al sistema, en el que todo hay que comprarlo y conseguirlo ya”.

“Tiene que ver con mirar dónde estoy, pedir permiso, fijarme cuánto material voy a usar, en la huella que deja mi intervención, cómo puedo repararla. Un diálogo, un vaivén del modo en que nos relacionamos. Esto es autogestión y tiempo, cosas que estaría bueno volver a incorporar”, reflexiona, poniendo las manos y el corazón para crear objetos cotidianos con memoria colectiva.