Mundialmente reconocido por su lucha contra la pobreza en África, el cura argentino dio una inspiradora charla en la capilla del colegio San Vicente, del cual fue alumno. “Convertimos un infierno en un oasis de esperanza”, contó sobre su obra en Madagascar.

Por DAMIAN FERNANDEZ
dfernandez@dia32.com.ar

Durante su extensa gira por Bélgica, Francia, Italia y tantos otros países, Pedro Pablo Opeka (70) dio infinidad de charlas sobre su vida y la experiencia de haber estado casi medio siglo misionando en África. Pero sin dudas que la más emotiva para él fue la que dio el jueves 12 a la mañana en la capilla de la Medalla Milagrosa: “Aquí se decidió mi futuro”, expresó el famoso cura argentino, en referencia a los dos últimos años del bachillerato pupilo que vivió en el colegio San Vicente de Paúl, donde regresó después de muchísimo tiempo y fue recibido como un verdadero “huésped de honor”.

“Ustedes esperan frases de oro… No habrá frases de oro, habrá frases simples, porque mi vida se basa en una vida que descubrí leyendo los evangelios a los 14 años y se llama Jesús, el amigo de los pobres. Un hombre que, a pesar de ser el hijo de Dios, tuvo mucha humildad y jamás tuvo miedo en decir la verdad”, lanzó para presentarse ante un auditorio que colmó el templo de la calle Los Lazaristas.

Desde chico conjugó las creencias religiosas con el oficio de albañil que le enseñó su padre. De hecho, a los 16 años construyó una casa en Junín de los Andes para una familia de indios mapuches. A los 22, luego de estudiar Filosofía y Teología en Eslovenia y Francia, respectivamente, el destino y la pasión de socorrer a los más necesitados lo llevarían mucho más lejos: a la remota Antananarivo, capital de la isla de Madagascar, uno de los países más pobres del planeta. Allí erigió una obra descomunal, basada en tres pilares: educación, trabajo y disciplina.

“Convertimos un infierno en un oasis de esperanza. Los desafié a estudiar, a trabajar, a amar, a instruirse, a comprometerse en serio. Hacer todo en serio y olvidarse de vivir de las apariencias. Así sacamos la ciudad adelante”, señaló en referencia a Akamasoa, la localidad africana que fue levantada por sus propias manos sobre un basural a cielo abierto. Cuando él llegó, ochocientas familias vivían en túneles, bajo los desperdicios, para cubrirse del frío o del calor, alimentándose de lo que encontraban y padeciendo enfermedades que los mataban en pocos días.

Pero todo cambió con su llegada. Sus conocimientos de albañilería le permitieron crear fuentes de trabajo con pocas herramientas y materiales. Por ejemplo, entusiasmó a los nativos con la idea de convertir una montaña de granito en piedras y adoquines, para venderlos a la construcción. Así nació la cantera en la que trabajaron 2.500 personas que hasta entonces vivían de la basura. Además, aprovechó el vertedero para crear una empresa de venta de abono natural.

También les enseñó a realizar distintas tareas agrícolas y a construir sus propias casillas, que más adelante reconvirtieron en casas de ladrillos de dos plantas. Akamasoa se convirtió así en una pujante ciudad, que hacia 2015 contaba con 17 barrios y 25 mil habitantes, el 60% menores de 15 años. Hoy tiene guarderías, jardín de infantes, escuelas primarias y secundarias, un liceo para adultos, cuatro bibliotecas, dispensarios, un pequeño hospital, dos maternidades, agua potable y un comedor comunitario.

En definitiva, gracias a la ONG homónima a la ciudad, que en el idioma malgache -oficial de Madagascar- significa “Buenos Amigos”, y la colaboración altruista de profesionales y fundaciones internacionales, el sacerdote vicentino oriundo de San Martín logró sacar de la indigencia a más de trescientas mil personas.

Esta epopeya le llevó casi medio siglo de trabajo y, por eso, el miembro de la Congregación de la Misión se hizo mundialmente conocido, recibió incontables distinciones y hasta fue postulado por varios países reiteradamente al Premio Nobel de la Paz. Aunque él no se la cree.

“¿Qué hice de extraordinario? Nada, solo asumí una responsabilidad de ser humano, de ser hombre, porque había que humanizar ese lugar que era un infierno, donde la gente se odiaba porque había perdido la dignidad humana. Esos jóvenes basureros me devolvieron las ganas de luchar y de creer”, aseguró en tono reflexivo, a la vez que confesó: “Vivir con los pobres y llorando con ellos es la mejor vida que viví”.

Tras dos horas de conferencia y para coronar la jornada, el Padre Opeka presentó a dos mujeres que lo acompañan en Akamasoa desde hace más de dos décadas. Ellas agradecieron a la comunidad del colegio escobarense por haber ayudado a ese misionero tan importante en sus vidas, por haber formado al “albañil de Dios”.

DE SAN MARTÍN A ÁFRICA

Perfil de un hombre ejemplar

Hijo de Luis Opeka y María Marolt, una pareja de inmigrantes eslovenos que llegó a la Argentina escapando del régimen comunista del Mariscal Tito, Pedro Pablo Opeka nació el 29 de junio de 1948 en el partido bonaerense de General San Martín. Vivió en Ramos Mejía, cursó sus estudios primarios y secundarios en Lanús y en Escobar, respectivamente, hizo el noviciado en San Miguel y finalmente se graduó en Teología en el Instituto Católico de Francia. En septiembre de 1975 fue ordenado sacerdote vicentino en la Basílica de Nuestra Señora de Luján, y luego nombrado para hacerse cargo de una iglesia en Vangaindrano, en el sudeste de Madagascar. En 1989, sus superiores lo designaron director de un seminario en la capital del país insular, Antananarivo.

Allí fundó una ONG y una ciudad de igual nombre: Akamasoa, donde educó, enseñó a trabajar y sacó de la pobreza extrema a miles de personas. Por este servicio humanitario fue nombrado Caballero de la Legión de Honor francesa (2007) y ganó el premio “Cardenal Van Thuan al Desarrollo y Solidaridad” (2008), que recibió en el Vaticano de manos del Papa Benedicto XVI. Asimismo, fue propuesto reiteradas veces al Premio Nobel de la Paz por Francia, Eslovenia y Mónaco -este año Argentina se sumó al pedido-. En el país galo se han escrito un par de libros sobre su vida, y su obra quedó registrada en numerosos documentales, entre ellos uno de Jacques Cousteau.

De su labor, resume: “La mejor manera de ayudar al pobre no es con asistencialismo sino cambiándole la conciencia para que sea autor de su propia prosperidad”.

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