Formó parte de importantes elencos de tiras televisivas, participó en exitosas películas y hoy está casi completamente volcado al teatro. Hace más de diez años eligió a Maschwitz como lugar para vivir y se despertó en él un profundo amor por la naturaleza.

Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar

La madurez, el haberse alejado de la gran ciudad hace diez años, los principios que le inculcan a sus hijos en la escuela Waldorf y una breve estadía en la ecovilla Gaia, en Navarro, le hicieron comprender que ya no tenía sentido correr tras los molinos de viento. Que en la vida uno puede tener una profesión, trabajar y, además, hacer otras mil cosas.

Este conjunto de factores hicieron que el actor David Masajnik (49) se reformulara el estilo de vida que quería llevar adelante. Venía de vivir en Del Viso, se estaba construyendo una casa en un barrio privado, y de repente sintió que todo ese cemento, esos lotes pegados uno al lado del otro, y los alambrados de seguridad, no vibraban en su misma sintonía. Con su familia decidieron vender esa construcción y comprar una quinta de dos hectáreas en Maschwitz. Ahí, durante dos años, no hizo más que meter las manos en la tierra y crear una huerta gigantesca que le permitió experimentar en carne propia el milagro de la naturaleza.

Desde hace algunos años, Masajnik está casi por completo dedicado al teatro. Pero su cara resulta familiar porque tuvo épocas en que siempre estaba participando de alguna tira en televisión: Casi Ángeles, Mujeres Asesinas, Culpables, Hermanos y Detectives, Tiempo Final, Nueve Lunas, Muñeca Brava, Epitafios y la lista sigue. En cine también hizo lo suyo actuando en importantes producciones como Tango Feroz, El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Donde estás amor de mi vida… y Metegol, donde le puso la voz a Amadeo, el personaje principal.

Actualmente participa de una obra en el teatro San Martín, El jardín de los cerezos, del dramaturgo ruso Anton Chejov, con dirección de Elena Tritek, que cuenta la historia de una familia de aristócratas en bancarrota. En 2013 hizo Incendios, bajo de la dirección de Sergio Renán, en el teatro Apolo; y el año anterior se lo dedicó a Mateo, en el Cervantes.

“El teatro es más noble, más artesanal, más cálido y más espiritual que la televisión, porque uno utiliza distintas maneras de encarar el trabajo”, sostiene.

Los actores siempre dicen que lo que más les gusta hacer es teatro ¿por qué?

A mí me gusta todo. Lo que pasa con la televisión es que ayuda mucho en la parte económica y tiene que ver con el trabajo que uno hace. Pero es verdad que es muy frío. Yo que creo en estas cuestiones energéticas, pienso que hay que estar muy protegido en los lugares de televisión porque ahí todo te tira muy para abajo. Por lo menos yo salgo agotado, sin energías. Me acuerdo las veces que hice tiras o programas que llegaba a casa fisurado mal.

¿A qué se lo atribuís?

Por ejemplo, cuando estaba haciendo Mateo en el Cervantes, que era una obra que me exigía muchísimo trabajo físico, salía de ahí corriendo y 11.30 entraba a otro teatro donde hacía otra obra que se llamaba Volverte a Ver. Terminaba casi a la 1 de la mañana, cansado, pero con una energía increíble. En cambio, si hago una tira, estoy ocho horas en un set de televisión, con todas las horas de espera, de esas situaciones salgo muy pero muy agotado.

Será que del teatro al menos te vas con el aplauso…

Sí, aunque es relativo. Lo bueno que tiene el teatro es que está ahí en vivo y si la cosa fluye está la calidez que se percibe de la platea.

Decías que trabajar en televisión rinde más económicamente…

Para mí, que trabajo hace mucho pero que soy uno más, es una buena manera de tener un kiosco vinculado al trabajo actoral. A veces tenés la posibilidad de pegar personajes que son más lindos de hacer, y otras te obligan a decir cosas imposibles de decir porque las tiras las escriben así nomás, una atrás de la otra. Lo bueno es que si bien son contratos trimestrales, si funciona son renovables automáticamente y te asegura trabajo todo el año. En el teatro, cuando es oficial o nacional, como me tocó en las últimas veces, sabés que empieza y termina aunque vaya bien, es así.

¿Te hubiera gustado no ser “uno más” como dijiste y ser más conocido?

No sé, tiene que ver con la motivación que cada uno tiene, en cómo se maneja. Hay grandes actores que son reconocidos por la gente que sabe del tema pero que caminan por la calle tranquilamente. Hay otros que no pueden ni salir porque todo el mundo le anda pidiendo autógrafos. Desde que fui papá y me vine a vivir a Maschwitz, la ecuación es distinta para mí. Tengo otras actividades, otras prioridades. Ahora soy más moderado, cuando era más joven golpeaba puertas buscando laburos por todos lados. Ahora llamo a algún productor que conozco de vez en cuando para ver qué onda, pero no ando yendo a los estrenos para que me vean. Así me va, pero no me preocupa, trabajo cuando me llaman, y cuando no me llaman hago otra cosa.

Fuiste Amadeo en Metegol, la exitosa película de Juan José Campanella, un protagónico donde pusiste la voz ¿cómo fue esa experiencia?

Fue gracioso, porque nos convocaron para hacer eso hace tres años. Los actores nos juntamos en un galpón a grabar el audio de toda la película, actuada con cámara de referencia, como si fuera un ensayo. Estuvimos quince días encerrados ahí con gente muy divertida, la pasé genial, me pagaron, conocí a Carlitos Balá, que me hizo sucutrule, y me fui a mi casa.

Los que en realidad laburaron en la película fueron el director, el productor, los compaginadores, que estuvieron tres años haciendo un trabajo increíble. Además de que se les fue de las manos porque les llevó el doble de tiempo y de dinero del que habían calculado en un principio.

¿Esa es una forma de decir que no te atribuís ningún mérito por la película?

Claro, de ninguna manera. Estoy feliz de haber participado, pero realmente no me voy a subir a la ola. Yo puse la voz a Amadeo, pero hubo cuatro tipos que estuvieron diseñando ese muñeco y dándole expresividad acorde a lo que tenían en la cámara de referencia. Lo mío fueron quince días de cagarme de risa y ellos estuvieron tres años sentados en una silla quemándose los ojos.

¿Cómo comenzó este interés tuyo por cultivar la tierra?

Yo vivía en Palermo, después viví en Del Viso, nos íbamos a ir a vivir con mi familia a un barrio cerrado y en el ínterin, mientras construía la casa, fui a Gaia a hacer un curso de permacultura que se llamaba Explorando la Vida Sustentable. Sin haberme metido en ninguna corriente ecologista ni nada de eso, ya tenía cierto interés en esto del amor por la tierra, una expresión de vida que cuanto uno más amor le da, más te devuelve. Estuve diez días construyendo casas en barro y trabajando la tierra en un estado místico que me partió la cabeza. Ahí fue cuando con la mamá de mis hijos decidimos vender lo que estábamos construyendo en el barrio privado y comprar una quinta en Maschwitz. Fue en el año 2002, 2003, por ahí.

¿Y qué hiciste en un lugar tan grande?

Me armé una huerta impresionante, que tenía 25 canteros de 10 metros cada uno, era un paraíso. Me traía semillas de afuera, hacía asociaciones de plantas, hice cursos, estaba loco. Durante dos años me dediqué a eso, a cultivar y regalar porque no lo comercializaba, pero me daba de todo. Después el entusiasmo se fue apagando. Ahora vivo en un lugar con un jardín, muy lindo, pero con una huerta más moderada. Algo para consumo familiar con mis lechugas y algunas cosas más.

¿Aprendiste a cocinar tantas verduras que te da la tierra?

Mmm, no tanto. Mucha ensalada de rúcula.

Hace más de diez años que vivís en Maschwitz ¿qué es lo que te gusta de esta zona?

Lo que en un principio nos trajo a Maschwitz fue la pedagogía Waldorf para los chicos, a partir de la presencia del colegio Clara de Asís, algo que vino bien para combinar con este amor a la tierra que me agarró a mí. Tenía un lugar donde poder dedicarme a algo vital y renovador que me resultaba hasta terapéutico por mis características, soy agua, necesito tierra. Después se fue armando una comunidad en la escuela, en el lugar donde vivimos, porque si bien con la mamá de los chicos estamos separados, vivimos a dos cuadras para mantener un poco la estructura.

Volviendo a lo actoral, ¿tenés algún sueño por cumplir? ¿Esperás el papel de tu vida?

No, la verdad que no. Voy paso a paso. Estoy tranquilo, abierto a ver qué aparece. En una época produje una obra de teatro llamada Rose que me pareció muy conmovedora. Se tardó mucho en hacer porque era un monólogo para una actriz y había que encontrar a la adecuada. Finalmente la hicimos en 2011 con Beatriz Spelzini. Era la historia de una mujer judía que nace en Ucrania, se va a Polonia en la época de la guerra, termina en Estados Unidos y tiene una vuelta de rosca muy interesante por su historia de amor y porque incluye la mirada de lo estaba pasando en Medio Oriente. Analizaba el accionar tanto de un lado como del otro. Nos fue muy bien, ella se ganó todos los premios como mejor actriz, Agustín Alezzo como mejor director. El problema es que después de eso nunca encontré nada que me motivara tanto.

¿Estás atravesando un momento de especial tranquilidad o así es tu carácter?

Estoy en un momento así, estoy grande también. Tengo otras prioridades, me gusta mucho estar en mi casa, con mis hijos, y de repente aparece algo y voy hacia adelante con eso. Pero ahora estoy como calmado. Laburo en el San Martín haciendo la obra más hermosa que tiene Chejov, estoy bien.

¿Qué cosas te ponen nervioso?

Estoy un poco asqueado de lo que pasa en el país. Me recluyo porque no soporto la realidad política en la que vivimos, no la soporto. Me siento totalmente bombardeado y sueño con un mundo que no existe. Trato de hacer lo que puedo desde mi lugar y dentro de esta comunidad. A veces pienso en qué me cambia saber o no saber lo que muestran los noticieros. Mátense entre ustedes, pienso, yo no estoy ni de un lado ni del otro.

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