Veintiséis personas con trastornos incurables conviven en el centro terapéutico de ASANA, atendidas por un plantel de más de cincuenta profesionales y auxiliares. DIA 32 visitó el lugar para saber cómo es la vida ahí adentro. Una cruda realidad que muchas veces preferimos ignorar.

Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar

El edificio de ladrillos a la vista está a unos 50 metros de la calle, pero desde la vereda los gritos se escuchan nítidos. Indiferente, un joven de unos 20 años se acerca caminando al portón de rejas, tiene la mirada extraviada y no emite palabra. Extiende el brazo e intenta agarrar la mano de quien toca el timbre sin recibir respuesta. La situación sería atípica si no ocurriera en las puertas de ASANA, en Loma Verde, donde tratan a pacientes con distintos trastornos mentales. Ese muchacho, por supuesto, es uno de ellos.

“No te preocupes, a veces tienen ‘berrinches’, pero no es tan grave como parece”, dice como queriendo tranquilizar una mujer que acaba de bajar de un auto y que, evidentemente, conoce el lugar. Se presenta: es Mercedes Braun, una de las fundadoras del instituto, que llama por radio a los de adentro para que alguien la ayude a bajar “un montón de carne y pollos”.

Cuando un hombre llega empujando una carretilla, Mercedes invita a pasar y hace de guía hasta una oficina donde la puerta de hierro se cierra herméticamente.

Allí está la asistente social Mariana Navarro, directora del establecimiento desde hace diez años, quien también se refiere al “berrinche” explicando que el timbre despertó de la siesta al paciente, quien pensó que era su hermana que venía a visitarlo y cuando le dijeron que no “se puso muy mal”.

En ASANA (Asociación de Ayuda al Niño Aislado) atienden a 26 residentes -tres son mujeres- de entre 19 y 55 años, con patologías con autismo, retardo mental, psicosis y demás trastornos. “Ninguna de estas enfermedades es curable y ni siquiera experimentan mejoras en el transcurso del tiempo. Tratamos de que tengan una buena calidad de vida, nada más”, señala Navarro.

El día a día

Haciendo de tripas corazón y superando la culpa por el “abandono”, la decisión de internarlos generalmente la toma la familia cuando se da cuenta de que lidiar con ellos en la casa les resulta imposible. En ASANA funciona un centro terapéutico educativo donde de lunes a viernes, de 9 a 17, realizan distintas actividades que apuntan a tener a los internos ocupados.

Fuera de ese horario y los fines de semana, la institución hace las veces de hogar. Un hogar donde cada uno de sus habitantes necesita de otras personas para poder alimentarse, vestirse y cuidar de su higiene personal. Es por eso que son casi 50 los integrantes del plantel, no sólo de profesionales como médicos, psicólogos, enfermeros y psicopedagogos, sino de cocina, lavandería, limpieza y mantenimiento.

Navarro propone una recorrida por el lugar abriendo con su llave maestra una por una las puertas custodiadas de ASANA. Para ella, todo lo que allí sucede es normal, pero para el visitante no. Ver ciertas cosas por primera vez es impactante. Se siente tristeza, y miedo.

A pesar de ser un lugar rodeado de un verde y unos árboles hermosos, con una extensión inmensa de terreno por dónde sólo algunos pacientes deambulan ensimismados, lo más parecido a un instituto de estas características tiene que ser una cárcel. En este caso, de personas encerradas en su propia cabeza, sin la esperanza de poder recuperar la libertad para elegir, formar una familia, tener un trabajo o caminar por la calle solos.

Están divididos por grupos de no más de cinco, según sus patologías y sus capacidades. Las salas que los contienen dan al jardín, en la mayoría hay una mesa, largos bancos de madera y una ventana enrejada. Uno o dos profesionales los acompañan para guiarlos en las actividades. En la primera de las salas están envasando condimentos. De un paquete con un kilo de ají molido retiran pequeñas porciones y las colocan en una bolsita abierta adentro de un vaso para que no se desparrame, la cierran y luego la venden. Con las ganancias, una o dos veces por mes salen a comer panchos.

Camino a la segunda sala, una enfermera lleva del brazo a un chico que se está haciendo pis encima. Van a la lavandería a buscar ropa limpia mientras queda un reguero de orina por el piso. Navarro comenta que algunos sufren incontinencia y que esas cosas pasan.

Unos metros más adelante viene una mujer con la ropa hecha jirones, parece una pordiosera. “Tiene la patología de arrancarse todo lo que se pone, con la madre tratamos de buscarle telas resistentes, pero a veces es difícil”, dice la directora quien, por supuesto, no se asombra de nada.

En la sala donde hacen ejercicios de distensión hay cuatro hombres, es un espacio reducido con colchonetas en el piso. Al abrirse la puerta, uno de ellos empieza a contar muy entusiasmado que hizo cuarenta abdominales; los demás no se mueven, uno duerme debajo de la mesa.

En la tercera sala están los “severos”. Es un grupo muy tranquilo que, a través de las rejas, muestra con orgullo las artesanías que está realizando: dibujos y flores de tela y botones. “Le puse un poco de almidón para que se endurecieran”, dice la de la ropa destrozada.

La cocina y la lavandería están atendidas por tres o cuatro mujeres. De ellas depende que el hogar funcione como un engranaje. El horno no se apaga nunca: hay que preparar cuatro comidas diarias teniendo en cuenta que algunos internos tienen que hacer dieta porque los medicamentos los engordan mucho. Deben comer por turnos, porque hay algunos que entre ellos no se soportan, se miran con mala cara y lo más probable es que se agarren a trompadas. El lavado de ropa también es fundamental, pero sobre todo clasificar a quién pertenece cada prenda, doblarla y acomodarla en el vestuario, que se encuentra en el sector de las habitaciones.

Cien años de soledad

Caminando hacia el fondo del terreno hay una plaza cercada donde algunos residentes juegan con una pelota y unos aros de plástico junto al profesor de Educación Física. En cuanto Navarro abre la puerta de alambre, uno de ellos corre hacia la salida, pero la directora es más rápida y le corta el paso. “Es escapista, hay que tener cuidado porque en cuanto puede, se va”, dice. El que gritaba ahora está acostado boca arriba sobre un banco y llora desconsoladamente.

Las siete habitaciones que comparten por grupos son deprimentes. No porque estén sucias o en malas condiciones, todo lo contrario, sino porque están despojadas de objetos, de cosas personales, de recuerdos, de un despertador, un libro, un ropero o un par de pantuflas. Sólo camitas de una plaza con su almohada.

Una imagen que refleja tal desapego, tal soledad, que quien mira desde afuera termina de entender que si no fuese por la gente que con amor y vocación intenta guiar a estas personas enfermas por la vida que les tocó, no podrían sobrevivir, como los bebés. Que no tienen la capacidad de comprensión ni curiosidad por nada que no se le ponga alevosamente ante sus ojos. Que hay que mantenerlos ocupados para evitar que sus mentes los sumerjan en un infierno. Y termina comprendiendo, también, el dolor que deben sentir sus familias. Incluso para los padres, morirse debe ser más doloroso sabiendo que dejan a un hijo a merced de una sociedad que tiende a mirar para otro lado y aislarlos. Como la visitante -autora de estas líneas-, que no veía la hora de salir de allí porque no nació con la fortaleza para soportarlo.

Cómo nace ASANA

ASANA empezó en 1985. Fue cuando Mercedes Braun supo que su hijo Santiago era discapacitado mental severo y junto a un grupo de padres de otros chicos en situaciones similares buscaron la forma de armar un lugar donde se sintieran contenidos y atendidos correctamente. Consiguieron que una empresa les donara unos terrenos en Loma Verde, a la altura del kilómetro 52, a metros de la Colectora Oeste, y así comenzaron una tarea que se les llevaría toda la vida.

Actualmente están recaudando dinero y pidiendo donaciones para ampliar las instalaciones y poder recibir a más residentes.

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