Criado en las villas más marginales, vivió entre la delincuencia y las drogas hasta que decidió dar un vuelco y ser un hombre de bien. Hoy vende garrapiñadas en la plaza de la estación de Escobar y asegura que Dios lo salvó.

Todos los días arma y desarma el carrito que instala en la plaza de la estación de Escobar, a metros del andén. Ricky (45) sabe que con su puesto de garrapiñadas, maníes y pirulines ejerce una actividad reñida con la legalidad, pero él las conoció peores y asegura que este trabajo le permite tener una mejor forma de vida y organizarse para cuidar solo de sus dos hijas, Shanon y Abril.

Cuenta que aprendió a hacer las garrapiñadas obligado por la necesidad. Compra los maníes en bolsas de grandes cantidades y después sólo necesita azúcar y agua para transformarlos. La gente pasa y le compra, mientras él no deja de revolver la olla con una cuchara de madera.

“Yo fui un chico de la calle, de Once, de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, de la villa 31, pasando por los institutos de menores Roca, Agote, Gutiérrez, Alfaro, hasta llegar a la cárcel. No tuve una madre ni un padre, tomé lo que la vida me dio, no me dieron a escoger entre estudiar o trabajar. Conocí otra cosa y es la única forma de la cual se puede vivir en la calle: robando”, asegura a DIA 32.

Ricky supo de códigos muy distintos a quienes nacieron en familias ordenadas, guiado por chicos en iguales o peores condiciones que él: “Si estás calzado sos más poderoso, y cuanto peores cosas hacés, más te respetan”.

Así fue su vida hasta los cuarenta y pico. “Vivía de la delincuencia y me drogaba con todo: cocaína, LSD, paco, Poxiran, y toqué fondo con la cachuña (alcohol fino mezclado con agua). Ese es el último paso antes de terminar dos metros bajo tierra”, confiesa.

Cambio de hábitos

Hace diez años llegó a Escobar, conoció a su esposa y tuvieron a sus dos hijas. Pero el matrimonio no duró mucho, aunque Ricky había decidido que ya era suficiente después de haber estado tres veces en la cárcel de Devoto y dejó de delinquir, no había abandonado los vicios. Primero comenzó a vender artesanías y después pósters, siempre en la calle, a veces en estados lamentables: “Llegaba, abría el paño y me tiraba al lado a tomar, la gente se servía sola y yo balbuceaba cuánto me tenían que pagar”.

Hace tres años ingresó en el centro de rehabilitación Clamor del Barrio, en Benavidez, y después de varios y duros meses logró recuperarse por completo. Asegura que desde que salió dejó “hasta los cigarrillos”. Desde entonces tiene su puesto de garrapiñadas y en uno de los tachos que le sirven de mostrador puso una cartulina con una leyenda: El Señor dice: Clama a mí y yo responderé. Yo clamé y él me respondió.

“Tampoco es una vida fácil, es una lucha constante. Siempre estás pendiente de qué te van a decir. Hoy estás y no sabés si mañana te van a dejar armar de nuevo”, explica Ricky. Si no puede vender, ni él ni sus hijas tienen para comer.

Recuerda una vez en que la policía hizo una redada, se lo llevó a la comisaría y le confiscó la mercadería. En esa época vendía artesanías, pero lo que más siente es que su hija mayor estaba con él y que con 3 años debió pasar por esa situación. “Generalmente, cuando te secuestran la mercadería el precio para recuperarla es el triple. Pero por suerte hace rato que en Escobar eso pasa”, aclara.

Con su puestizto en la estación logra recaudar un promedio de $200 limpios al cabo de jornadas de entre 10 y 12 horas de trabajo. Además, hace changas de parquista por las que cobra unos $50 la hora. Y así vive, al día pero con dignidad. No tiene otras metas ni grandes ambiciones: “Con las garrapiñadas y con Cristo cerca, estoy bien”.

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