
Si alguien sabe de ladrillos en el partido de Escobar, es Roberto Ramadori (81). Un vecino que, literalmente, nació en un horno, que era propiedad de su familia en José León Suárez. Él siguió la tradición y se dedicó durante casi sesenta años a la fabricación, 100% artesanal. Según los que saben: los suyos eran los mejores de la zona norte.
La historia la comenzó su abuelo, Luis Ramadori, que tenía un horno de ladrillos dentro del Liceo Militar de San Martín. Después, su padre Ginetto y su tío compraron un terreno en la mencionada ciudad de José León Suárez. Estuvieron varios años, hasta que tuvieron que vender, porque el lugar se empezó a lotear. Con dinero en mano se vinieron a Escobar y compraron tierras en la calle Mermoz, a unas cuadras de la avenida San Martín, donde instalaron un nuevo horno.

Roberto Ramadori también vivió en Villa Ballester. Empezó a venir a Escobar en 1960, especialmente para trabajar en el horno de la calle Mermoz. Se puso de novio con María Elena Tatángelo (79), se casó y se radicó en esta ciudad para siempre. Primero alquiló una propiedad en Travi, y después edificó su propia casa, a pocas cuadras de la plaza San Martín, donde aún vive.
“Cuando se armó el horno en Escobar tuvimos que sacar muchos metros de tierra para hacer el pisadero, que es un círculo grande para que los caballos pisen la mezcla. Se le ponían ocho viajes (camiones) de tierra, uno de viruta y otro de aserrín, de 15 metros cúbicos cada uno, se le echaba agua y una manada de caballos daba vueltas en círculos por seis horas. Giraban y giraban hasta que el barro estaba a punto”, le cuenta en su casa a DIA 32.

“Después se tapaba con un nylon y se cortaban por mil ladrillos. Teníamos cinco tipos cortando continuamente, otros cargando la hornalla para cocinarlos y cargando camiones para la gente que iba a comprar”, sostiene, con una gran memoria, hablando con gusto de lo que fue su oficio por 55 años.
Una vez que la pasta estaba lista para amoldarla, cada cortador tenía su cancha y allí cortaban los ladrillos. Se dejaba un día, hasta que la pasta endurecía, y se pasaba a las hornallas, donde cabían cerca de 75.000 ladrillos para su cocción. Con 14 bocas de calor a base de carbón y madera, durante unas seis horas. Así se dejaban los ladrillos adentro, por 9 o 10 días, hasta que estaban listos para la distribución.

“En una época trabajábamos con los corralones, como Rizzardi, Olivera, Cappello. Con ellos teníamos cuenta corriente, pero tardábamos en cobrar y en un momento los saqué a todos. Como tenía un camión, empecé a vender directamente a los arquitectos en las obras. Así empecé a vender más, todo particular”, relata Roberto, fanático de Independiente, como su hijo Hernán y sus nietos.
Secretos del mejor ladrillo
La mayoría de los arquitectos y maestros mayores de obra de la zona recomendaban a quienes se hacían casas que los ladrillos sean del horno de Ramadori, porque lo conocían y sabían de su buena materia prima.

“Por día hacíamos 12.500 ladrillos, la venta era despareja, porque desde noviembre a febrero caía bastante. Había que tener producción, porque en invierno se vendía más. Hacían cola para cargar ladrillos en el horno, hoy ya eso no pasa. No ves ladrillos en ningún lado”, declara el escobarense mientras toma un café, servido por su señora, para apaciguar el crudo frío polar.
-¿Es cierto que sus ladrillos eran los mejores de Escobar?
-Sí, ¿sabés por qué? Porque le ponía un camión de bosta de los caballos de los hipódromos de Palermo y San Isidro. Eso calentaba la tierra. Mi viejo lo hacía, mi abuelo también, era su fórmula. Ese era el secreto, no se rompían cuando los descargaban. La bosta calentaba la tierra y le daba más consistencia. También se le ponía un pasto corto, para que ligue. Si le ponés solo aserrín, se parten. Era todo artesanal, ahora ya no queda nadie que haga eso. Hoy se usa todo ladrillo hueco, pero no sirven porque se rajan. Al barrio Ariel del Plata de Campana le llevamos dos millones de ladrillos, eran cuatro viajes por día y dos los sábados.

“Antes era todo artesanal, ahora ya no queda nadie que haga eso. Hoy se usa todo ladrillo hueco, pero no sirven porque se rajan”.
-¿Qué hay en el lugar donde estaba su horno?
-Se edificó todo, no quedó nada. Lo cerré y vendí en 2015 porque me lo habían tomado, lo usurparon. Un día me llaman que me habían sacado los postes, el alambre, se había metido gente. Después de muchos trámites que tuve que hacer los terminó sacando la policía, habían copado todo. Igual ya no se podía trabajar más, te robaban, era cualquier cosa.
-¿Cómo ve a Escobar hoy?
-Escobar creció cualquier cantidad. Salgo todos los días en bici, a comprar. Hay muchos edificios, en mi cuadra no hay porque los vecinos firmamos para que no se hagan. Pero así es el progreso, no hay más lugar dónde vivir. Ya nadie puede comprar un lote, salen 30 mil dólares y después tenés que edificar. No se puede más eso, se acabó.

Antes de terminar la entrevista, vuelve, orgulloso, a hablar de su producto, hecho con dedicación y sacrificio. “Había varios hornos de ladrillos, pero el mío era el mejor. Le vendí a media ciudad, atesté de ladrillos a Escobar. Compraban por la calidad y atención. Yo andaba en mi camión Ford azul, repartiendo, todos me veían, después lo vendí también”.
Otra historia del Escobar de antes, el que muchos añoran porque dejó personajes entrañables y recordados. Como Roberto Ramadori, famoso por fabricar los mejores ladrillos de la zona y con una gran memoria para contar sus anécdotas.
“Había varios hornos de ladrillos, pero el mío era el mejor. Le vendí a media ciudad, atesté de ladrillos a Escobar”.