No hay argentino que viva en el exterior sin extrañar los alfajores, el asado y la forma confianzuda y abierta de relacionarse con los amigos. El beso al encontrarse, la palmadita en la espalda y el abrazo. Miguel Lindner (51) no es la excepción. Está radicado en Austria desde hace 30 años, pero asegura que su esencia está en Escobar, donde nació y vivió hasta la adolescencia.
Estudió en la Escuela Primaria Nº14, en el Hölters de Los Cardales y en el Colegio del Norte, al igual que su hermana, Alicia. La familia vivió unos años cerca de la Colectora Oeste, en el barrio Bardessono, y luego sobre la calle Travi al 700.
Su papá, Maximiliano, tenía un negocio donde arreglaba máquinas de coser a media cuadra de la estación, donde ahora hay un local de empeños. Él también fue un expatriado: nació en Austria y apenas se casó fue tentado por uno de sus hermanos para venir a Argentina.
“Mi tío Peter, que había emigrado en los ´60, convenció a mis padres de que se fueran diciendo que era el país del futuro. Los endulzó diciéndoles que Argentina era la nueva Estados Unidos, que allá cualquiera tiraba una semilla y ya tenía árboles con frutas”, cuenta Miguel.
Como Maximiliano y su esposa, Elisabeth, eran jóvenes, no se cuestionaron demasiado. Así llegaron a Belén de Escobar y se instalaron cerca del tío Peter, que ya había montado la fábrica de pinturas Lustrafix. Compraron una casa y nacieron sus hijos, pero con la llegada de las dictaduras los Lindner comenzaron a oler que las cosas podrían complicarse en el país de los sueños.
Aguantaron todo lo que pudieron, sobre todo para que él y su hermana pudieran terminar el secundario. Sin embargo, ya en el ’82, con la guerra de Malvinas, lo primero que hicieron fue inscribir a los chicos en una escuela austríaca por si el conflicto llegaba al continente y decidían marcharse.
Nos terminamos yendo definitivamente en febrero del ’89, porque terminaron las dictaduras pero se olía que iba a ganar Carlos Menem y mi papá pensó que la situación económica no iba a ser la mejor. Yo ya había terminado quinto año y mi hermana había hecho hasta tercero”, repasa.
Dejar atrás
El viaje hacia el viejo continente lo hicieron por mar, ya que llevaban demasiado equipaje para subirlo a un avión. Como no habían logrado vender la casa de Escobar ni el negocio, su padre se quedó en tierra firme para ocuparse de los últimos detalles. “Lo que más me marcó fue cuando el barco zarpaba del puerto de Buenos Aires y veía a mi papá, que se había quedado allá. Su imagen se hacía cada vez más chiquita y no sabía cuándo iba a volver a verlo”, recuerda, nostálgico, en la charla con DIA 32, a once mil kilómetros de distancia.
Madre y hermanos navegaron durante dos semanas, en las cuales se dedicaron a hacer relaciones sociales entre los pasajeros. “Hablé con mucha gente, muchos argentinos que venían de vacaciones a Europa. Me hice amigos con los cuales todavía tengo contacto”, señala Miguel.
Al llegar se radicaron en Lienz, un pueblo asentado en un valle, rodeado de montañas, con diez mil habitantes y a 400 kilómetros de Viena. Es el lugar donde vivían sus abuelos maternos, quienes los ayudaron a instalarse en un departamento y a insertarse en esa pequeña localidad. Para los hermanos no fue difícil manejar el idioma, porque toda la vida habían hablado alemán en la casa. Solo tuvieron que adaptarse al dialecto local.
Alicia terminó la secundaria, estudió fotografía, se casó, tuvo tres hijos y sigue viviendo en Lienz. Miguel, en cambio, anduvo de acá para allá. A poco de llegar le tocó hacer el servicio militar, porque ya tenía la doble nacionalidad. “Después me enteré que en Argentina me hubiera salvado por número bajo. Acá son ocho meses y estuve trabajando en la cocina del cuartel, así que no me quejo. Fueron dos semanas de hacer a full entrenamiento de soldado y después fue muy tranquilo”.
Además, como acá jugaba al fútbol en Sportivo Escobar, se presentó con una propuesta en el club local, que pertenecía a la cuarta división austríaca, y empezó a jugar ahí. “Justo el año que me vine para acá, Sportivo salió campeón”, se lamenta el ex arquero albiceleste, que todavía atesora una camiseta del club que le regaló un ex compañero. Durante los años siguientes trabajó de mozo y con el dinero que ganaba se dedicó a recorrer toda Europa. “Fue lo más importante que hice en los primeros años”.
Mientras su hermana y él iban creciendo y adaptándose cada vez mejor al nuevo país, su padre iba y volvía. A veces con su esposa, a veces solo. Nunca se pudo desprender ni de la casa ni del negocio; lo máximo que estuvo en Europa fueron dos años. Al cabo de ese tiempo Maximiliano se dio cuenta que quería estar en Escobar, que ya estaba grande para ser empleado, que se había acostumbrado a trabajar por su cuenta. Terminó volviendo a Argentina y separándose de Elisabeth, que se quedó en el pueblo entre las montañas.
A la capital
Luego de diez años, Miguel se fue con su novia a Viena y armó su vida en “la mejor ciudad del mundo para vivir”, según el informe que elabora anualmente la revista británica The Economist. Ubicada sobre la costa este del río Danubio, con dos millones de habitantes, es famosa por haber tenido como residentes a Mozart, Beethoven y Sigmund Freud. Por eso se la asocia al vals y a los carruajes, algo que hoy funciona muy bien como atractivo turístico.
“Seguí trabajando de mozo hasta 2008, cuando empecé la carrera de asesor financiero. Ahora trabajo de eso, soy autónomo pero dependo de una empresa. Quiere decir que si vendo fondos de inversión, por ejemplo, se los pagan a mi empresa, o si me mando una macana el juicio se lo hacen a ellos. Es como un aval a pesar de ser independiente”, explica.
“Lo que más extraño es el contacto con la gente. Eso es lo que más me falta. Acá tengo amigos, pero la relación es más distante”.
-¿Qué pasó con el fútbol y los viajes luego de casarte y empezar a trabajar en tu profesión?
-Cuando vine a Viena dejé durante unos años. Después empecé con mi trabajo de asesor y recomencé, pero ya en una liga baja, solo para jugarlo. Desde 2016 soy presidente de un equipo de fútbol que se llama Los Andes. Lo fundé con un argentino y tuvimos peruanos, colombianos, ecuatorianos… por eso le pusimos ese nombre. Ahora ya hay muchos austríacos, son 40 jugadores y debe ser mitad y mitad. Este tema me retiene y ya no puedo viajar los fines de semana.
-¿Qué cosas son las que más extrañás de Argentina?
-A veces los alfajores, a veces los asados, pero lo que más extraño es el contacto con la gente. Tengo amigos como Ariel Rondinoni, el del Colegio del Norte, que cada vez que viene a Europa nos encontramos y cuando yo voy para allá estamos mucho juntos. Está bueno porque a esta edad tenés otros diálogos, hablamos de cosas más importantes e interesantes que cuando éramos chicos. Eso es lo que más me falta. Acá tengo amigos, pero la relación es más distante.
-¿Te mantenés informado sobre lo que pasa en el país?
-Sí, leo todos los días los diarios para saber lo que pasa en Argentina, y tengo a mis amigos que me explican cuando a veces no entiendo por qué pasó algo. Tres o cuatro veces por mes tengo contacto con personas de allá.
-¿Alguna vez pensaste en volver a Argentina?
-Volver no, nunca. Tardé como 7 años en volver de visita la primera vez. Volví todos los años antes de la pandemia, pero jamás pensé en quedarme. Acá te olvidás el auto abierto una semana y no pasa nada. Tenés un seguro de desempleo del Estado que podés estar hasta un año sin trabajar cobrando entre el 40 y el 60 % de lo que era tu salario. Te mandan ofertas laborales constantemente. El sistema social también funciona bien, cualquier cosa que me pase voy al hospital, me atienden y no me cuesta nada. Sin burocracia, sin malos entendidos. Además, Viena es una ciudad hermosa donde tenés de todo. Lo querés, lo tenés.