Desde 1990 vive en Yokohama, pero dice que conserva las costumbres de su vida en Loma Verde, donde vuelve cada tanto. “Acá tengo un valor agregado por ser argentino”, asegura. Además, comparte el recuerdo de su participación en la guerra de Malvinas.

Una enorme y luminosa biblioteca lo resguarda en su casa de Yokohama, Japón. Alberto Shunji Matsumoto (60) tiene libros mayormente relacionados a su trabajo: derecho laboral, migratorio y seguridad social. También lee muchos de historia japonesa, un tema que quisiera entender mejor. Como argentino, le resulta más sencillo y familiar explicarles a los jóvenes nipones la política latinoamericana.

Nació en 1962 en la sala de primeros auxilios que funcionaba donde está el Palacio Municipal de Escobar, pero hace más de 30 años vive a 25 kilómetros de Tokio. “Más allá de los 14 millones de habitantes -si incluimos la región metropolitana rondan los 40-, es una ciudad muy organizada, con buena coordinación. Con el tren urbano estoy a media hora de mi casa. Es el centro de la actividad económica y política. Concentra la actividad cultural y académica. Hay información, contactos y relaciones. Es ideal para mi trabajo”, le cuenta a DIA 32 Matsumoto, que es licenciado en Relaciones Internaciones, profesor y traductor.

Sin embargo, en Yokohama su rutina es “la argentina, la de Escobar, bien tranquila”. Después de años de trabajo, y de atravesar momentos agitados, hoy disfruta su cotidianidad a otro ritmo. Al mediodía hace un corte y le prepara el almuerzo a su esposa Riko Miyazawa, con quien está casado hace 26 años. Le gusta viajar, pasear, conversar en cafés y restaurantes de comidas distintas.

Su padre, Tsuyoshi Matsumoto, había llegado a Buenos Aires en 1957, con 22 años, en el Barco América Maru como pasante agrícola. En 1961 se casó con la recién llegada Kazuko y decidieron instalarse en Escobar, cerca de la hostería Caballito Blanco. Con la ayuda de otros paisanos, la familia logró alquilar un terreno para cultivar claveles y narcisos.

RECUERDO FAMILIAR. La casa de la colonia japonesa, en Loma Verde, donde vivió su infancia y juventud.

El nombre japonés para Alberto fue “Shunji”, que significa “sobresaliente en segundo término”. “Pienso que, aunque fui el mayor, me sacaron la presión de tener que ser el mejor en todo”, comenta con humor el primero de tres hermanos.

Cuando él estaba en tercer grado en la actual Escuela N°14 -en ese momento era la N°38-, la familia se mudó a la colonia japonesa de Loma Verde, donde empezaron a cultivar rosas, crisantemos y, más tarde, frutillas. “Aunque estaba en la secundaria, solía acompañar a mi padre a la madrugada al mercado y lo ayudaba con la descarga de cajones. El premio eran unas fabulosas milanesas”, recuerda Alberto, que en ese entonces cursaba en el colegio San Vicente de Paul, donde forjó grandes vínculos.

“Dentro de la sociedad japonesa, el concepto de la amistad se expresa distinto, no existe ir a tomar unos mates o ir a comer un asado. La familiaridad e informalidad son acá prácticamente inexistentes. A pesar de eso, con algunas personas traté de llevarlo de esa manera y me lo agradecieron. Les gusta que llegue sin avisar”, asegura.

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Experiencia en Malvinas

En 1982, cuando tenía 19 años, se abrieron las convocatorias para asistir a la guerra de Malvinas y él no dudó en presentarse. Ya era estudiante de Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires y había hecho el servicio militar obligatorio. Su sección estuvo cargo de tareas de seguridad cerca del aeropuerto.

“Estuve 74 días, hasta el final. En el buque hospital en el que volví, vi a mis camaradas en situaciones terribles. El shock para mis padres fue muy grande, mi abuelo materno había muerto en la Segunda Guerra Mundial. Pero yo regresé”, afirma. Su regimiento perdió a 11 hombres.

A la vuelta abandonó la carrera para pasarse a Relaciones Internacionales, que era lo que verdaderamente le interesaba. En la Universidad del Salvador consiguió una beca completa por veterano de guerra, y se graduó en 1988 con uno de los mejores promedios.

Alberto no tiene nacionalidad japonesa. En principio porque no fue registrado en el consulado antes de los 90 días. Además, es un asunto de convicción: “Mis amigos me dicen que tramite el pasaporte para evitar muchos problemas, pero tal vez por la formación que tengo, o por mi paso por Malvinas, siento que no la necesito. Creo que en Japón tengo un valor agregado por ser argentino”.

En marzo de 2012 regresó a las islas para ofrendar oraciones a los compañeros caídos. A 40 años del conflicto bélico con Inglaterra, dice que mantiene el contacto con muchos veteranos y asegura que no ha sido fácil la postguerra, pero que él logró canalizarla en su carrera profesional.

«Dentro de la sociedad japonesa, el concepto de la amistad se expresa distinto, no existe ir a tomar unos mates o ir a comer un asado».

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Corazón celeste y blanco

Cuando en 1990 llegó a Japón, perfeccionó el idioma y obtuvo una beca del gobierno para hacer una maestría en leyes. Decidió quedarse allá y se casó en 1996. “Tuve muchos dilemas y frustración. Al principio, pensar y actuar como argentino me trajo problemas. Pero, a la vez, el ser latino me permitió crear relaciones en diferentes ámbitos: periodístico, académico, político. Nunca fui un asalariado típico japonés, nunca lo pude hacer”, confiesa.

Los primeros 15 años trabajó como traductor e intérprete y tuvo la posibilidad de viajar por todo el país: recorrió la isla de norte a sur con su gran diversidad climática, de paisajes y de gente.

En la actualidad da clases en la Facultad de Derecho y enseña temas de Sociedad y Economía Latinoamericana, “cosa que los jóvenes japoneses no conocen… no entienden ni nuestras legislaciones ni por qué no las cumplimos. Son muy diferentes nuestras realidades”. Además, hace más de 30 años realiza traducciones en simultáneo en un canal de noticias español.

Su madre falleció en 2013 y su padre en 2021 con 87 años, luego de residir 64 en Argentina. Uno de sus hermanos vive en Loma Verde y se dedica al cultivo de verduras. Alberto procura venir de vez en cuando: “Ha cambiado mucho Escobar, la cantidad de habitantes, muchos restaurantes ya no están más… pero sigue la colectividad y las amistades”.

El mate es un gusto que se da el fin de semana, por una cuestión de presupuesto: medio kilo sale 15 dólares. Es un chef muy versátil, pero suele volver a los clásicos: “Me gusta comer milanesa como la conocemos nosotros, pero con carne dura es difícil, tampoco consigo el pan rallado finito. Así que cuando me agarran esos antojos terribles, encuentro la manera. También hago ñoquis o espaguetis con salsas como las nuestras”, dice, a casi 20 mil kilómetros del país, pero en un hogar donde la cocina tiene el olorcito inequívoco de lo argentino.

DOCENTE. Actualmente da clases en la Facultad de Derecho y enseña Sociedad y Economía Latinoamericana.

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