La familia Fernández lleva medio siglo cocinando las recetas que aprendieron en el campo. Desde vecinos comunes a grandes personalidades disfrutan del secreto mejor guardado de Ingeniero Maschwitz.

No hay marquesinas ni carteles luminosos en la fachada. Solo una pequeña puerta de madera, pintada de verde inglés, por donde los clientes entran a “La Estancia” desde hace cincuenta años en busca de la más exquisita comida casera.

Mabel Fernández (57) trabaja en el cuartel de bomberos voluntarios de Maschwitz desde hace 35 años y asume ser malhumorada, gritona y mandona si algo no le gusta. Sin embargo, detrás de esa dureza se esconde una mujer simple y dulce, capaz de emocionarse profundamente cuando cuenta la historia de la casa de comidas que construyeron sus padres.

Ella y sus cuatro hermanos -Haydé (56), Graciela (54), Hermenegildo (53) y Miguel Ángel (49)- nunca dudaron en continuar con el legado familiar, manteniendo el mismo ambiente de cuando vivían en el campo. “Teníamos animales, quinta y sembrábamos. Mi papá era parrillero en ‘El Chorizo Quemado’ y manejaba un horno de ladrillos. También teníamos tambo y mi mamá llevaba los tachos de leche a la estación. En verano engordábamos a los chanchos para el invierno”, recuerda.

Pero su padre dejó todo eso atrás y compró la esquina de Mendoza y Colectora Este para hacer “La Estancia”. Encomendó sus hijos a la abuela Francisca y se fue con su esposa a levantar los cimientos del futuro negocio. Cuando todo estuvo listo, las dos hijas mayores se subieron a un caballo, el resto de la familia a un carro e hicieron la mudanza.

“Fue muy bien hasta que nuestros padres se separaron. Mi papá salió de garante de un amigo que no pagó y nos remataron el negocio”, revela Haydé. “Durante 30 años pagamos alquiler, papá se fue y seguimos adelante con mi mamá y mi abuela, hasta que en 2002 mamá logró volver a comprarlo. Por eso acá hay tanto sentimiento”, acota Mabel.

Bien de campo

“La Estancia” es como un museo de campo: lazos, boleadoras, ponchos, fajas, descornadoras, pavas, objetos que pertenecieron a Benito Villanueva obsequiados por su hijo a los Fernández, una heladera a hielo, una antiquísima caja registradora y una colección de planchas a bencina y carbón contribuyen a la autenticidad del lugar.

Lo mismo sucede con el vino de la casa servido en pingüinos y la vieja máquina de hacer chorizos, heredada de los abuelos, que se utiliza todos los viernes. Sin embargo, eso no es lo único que hace al ambiente campero, porque lo que vale la pena destacar es la comida.

Al igual que lo hacía su madre, Mabel atiende la parrilla con sabiduría. Haydé, como su abuela, está al frente de la cocina amasando ravioles de verdura, ricota, tallarines al huevo, al verdeo y al morrón, preparando sus inconfundibles empanadas o los requeridos platos del día.

“De postre preparo flan, budín de pan, de manzanas, mandarinas, naranjas y zapallo en almíbar, arroz con leche y membrillo casero. También tenemos higos y ciruelas de nuestras plantas”, explica la eximia cocinera. La leche la buscan fresca en un tambo de Escobar, y los huevos también son caseros.

Conocen a los clientes por el nombre y todos los mediodías atienden a los trabajadores que en 30 ó 40 minutos tienen que comer y partir. Ellas ya saben qué come y toma cada uno.

Mabel confiesa que le gustaba más el Maschwitz de antes: “El de las quintas grandes y muchos intelectuales. El de la gente adinerada pero muy educada; embajadores, médicos, profesores, decanos, esas eran las personas que venían a este negocio”.

En esa galería de notables que supieron pasar por el salón de “La Estancia” se encuentran el maestro del ajedrez Bobby Fischer, el locutor Antonio Carrizo “y muchos otros conocidos a quienes no voy a nombrar porque no les va a gustar”, dice Mabel, que entre sus cualidades también sabe hacer gala de la discreción.

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