Radicado hace cuatro décadas en el barrio San Miguel, recibió la distinción de “Vecino Ilustre” de Maschwitz en reconocimiento a su vocación de servicio social. “Pensaba que esto era para gente más preparada y formada”, afirma, entre sorprendido y humilde.

Por CIRO D. YACUZZI
cyacuzzi@dia32.com.ar

Al hombre lo llevaron engañado. Le dijeron que se trataba de un homenaje al recordado párroco Luis Golcheski, con quien había trabajado codo a codo durante largos años desde Cáritas. Pero, en realidad, lo que ese sábado a la tarde iba a pasar en la Sociedad de Fomento era la nominación del nuevo vecino ilustre de Ingeniero Maschwitz, que resultó ser él.

Por eso se sorprendió hasta la perplejidad al escuchar su nombre. Sin que la ficha le cayera del todo, debió levantarse de la silla y pasar al frente para recibir la distinción otorgada por la Casa de la Cultura de la localidad. Visiblemente emocionado, apenas si alcanzó a hilvanar unas palabras de agradecimiento. A los 82 años, a Luis Salvador González le llegó un reconocimiento que jamás buscó pero que se ganó con sobrados merecimientos. Un premio por ser buena persona.

Don Luis nació en Deán Funes, un modesto pero cálido pueblito ubicado a 60 kilómetros de la capital cordobesa, a la que durante seis años viajó todos los días en tren para cursar la escuela primaria. Tenía ocho hermanos y un padre al que recuerda como “un tipo rígido, pero muy querido” por la gente, quien había venido al país escapando del franquismo en plena guerra civil española.

A los 16 años, junto a dos amigos, dejó todo atrás y vino a Buenos Aires en busca de una nueva vida. Su único capital eran unos pesos que le había prestado la novia de su mocedad. Fueron largas noches pernoctando bajo los techos de la terminal de Retiro, meses trabajando de lavacopas en un bar y una incertidumbre absoluta sobre lo que le depararía el futuro inmediato.

Hasta que vio un cartel publicitario: “Ingrese a la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral y tenga un porvenir brillante”, decía el anuncio. “Techo y comida”, razonó. Sin más, al día siguiente se inscribió junto a sus compañeros de aventura. Allí encontró un norte: se especializó en dactilografía, trabajó como técnico en servicios geográficos en el Instituto Geográfico Militar y recorrió el país. En 1978 se retiró con el rango de suboficial. Para entonces, ya llevaba un tiempo viviendo en una casita de Villa Maipú junto a su esposa, María del Carmen, y decidió mudarse a un terreno del barrio San Miguel, en un Maschwitz muy distinto al actual.

“No conocíamos nada de acá, pero todos nos decían que era hermoso, muy tranquilo y que cerca de la estación iba a progresar, aunque eso no pasó. Recuerdo la arboleda que tenía, los eucaliptos, los baldíos… En ese tiempo a Maschwitz le decían “la Córdoba chica”. Era un lugar diferente, mucho más lindo que ahora. Hoy está lleno de autos, de gente y ruido”, compara Luis durante la entrevista con DIA 32.

Después trabajó en una fábrica de cocinas, fue jefe de seguridad del country Campo Chico, tuvo dos hijas y dedicó su tiempo a colaborar con las necesidades barriales. Su casa era una de las pocas en San Miguel que tenía teléfono, por lo que hacía las veces de locutorio popular. También era común verlo en su Ford Falcon asistiendo cual ambulanciero a embarazadas, enfermos y todo aquel que estuviera en una emergencia.

A fines de los ‘80 participó activamente en la fundación de la Unión Vecinal “Benito Villanueva”, al punto de sacar un crédito personal para costear la colocación del techo. Allí, tiempo después, funcionó el primer jardín de infantes del barrio, un centro de adultos y una posta sanitaria, que siempre lo contaron como un colaborador incondicional.

Momentos difíciles

Muchos quizás lo hayan conocido y lo recuerden por la inclaudicable lucha que encabezó para que se esclarezca la muerte de su sobrino, Diego San Juan, ocurrida el sábado 13 de agosto de 1994 en el salón de eventos “La Peña de Hugo”, en Maschwitz, durante una noche en la que coincidieron un cumpleaños de 15 y una cena de la que participaban dirigentes del PJ local. En un confuso episodio del que jamás se supo la verdad, “El Yeti” -como le decían al joven- fue apuñalado en la ingle con un cuchillo de cocina y murió desangrándose a la vista de todos.

Aquel espeluznante crimen conmocionó a toda la localidad y miles de vecinos se sumaron a las primeras marchas que se hicieron reclamando el esclarecimiento. Como suele pasar, el clamor popular se fue diluyendo, pero su dolor y su sed de justicia no descansaron hasta el inexorable archivo del expediente judicial. Hasta entonces, durante seis años persistió en la soledad de aquellas otrora multitudinarias convocatorias, cada jueves a la tarde, en la esquina de Maipú y Ricardo Fernández, con las únicas compañías de su bicicleta y el cartel con la foto de su sobrino.

“La sensación que queda de todo aquello es de impotencia”, recuerda hoy, resignado.

En 1995, Luis Patti tomó nota de la popularidad y el respeto del que gozaba González y lo convocó a participar en su proyecto político, siguiendo una recomendación del cura Golcheski. En aquella lista por la que el ex comisario desembarcó en la Intendencia de Escobar, él fue como candidato a concejal por Maschwitz. Pero no entró. Por un lado, fue mejor. Ya a mitad de la campaña se había desencantado cuando un hombre cercano al “Chueco” le puso fin a sus preguntas con una frase lapidaria: “Luis, usted ocúpese de conseguir votos, de todo lo demás nos ocupamos nosotros”.

De sus “años dorados”, aquellos en los que iba de un lado a otro y siempre estaba haciendo algo o dando una mano, pasó ya un tiempo. Por eso, en parte, el pasado sábado 12 se sorprendió tanto al escuchar que el nuevo vecino ilustre de Maschwitz no era otro que él. No se le había ocurrido que un grupo de personas, muchas de las cuales apenas si conoce, se acordarían de él y lo tuvieran en cuenta para premiarlo públicamente por algo tan innato como su forma de ser. Además, tampoco creía que una distinción de este tipo pudiera llegar a manos de “gente común”, como él.

“Pensaba que ser vecino ilustre era para gente con una jerarquía social, más preparada y formada, no para un laburante como yo. Soy una persona que trabajó, que nunca hizo algo para tener un mejor nombre o ser mejor visto. Trabajaba porque aprendí en la iglesia que hay que darle al hermano lo que uno puede dar. Fue la fe la que me llevó a hacer todo lo que pude haber hecho, pero también hubo mucha gente que me ayudó mucho”.

Esa humildad, esa sencillez, es la que pinta de cuerpo entero a Luis González. Una de esas personas que dan sin esperar nada a cambio, solo por sentir que es lo correcto, lo que deben hacer, lo que cualquiera haría por ellos en su lugar. En suma, un hombre de buen corazón.

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