A pesar de ser uno de los pocos lugares de Escobar donde la gente podría ir a pasar un buen rato en verano, la costanera del Paraná es un peligro en potencia. El majestuoso paisaje se pierde entre la falta de infraestructura y la suciedad.

Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar

Llegar a la costa escobarense del Paraná de las Palmas produce la sensación de que nadie lo está esperando, la de no ser bienvenido. Es como ser invitado a la casa de alguien que lo recibe en pijamas, pantuflas, con los platos sucios del día anterior y sin nada para compartir.

En todas partes del mundo y de la Argentina, el turismo es una de las principales fuentes de ingresos económicos de los pueblos. Donde no tienen atractivos naturales, los inventan, o hacen de sus ciudades verdaderas joyas arquitectónicas para atraer visitantes que dejen su dinero en el lugar.

Los municipios que han entendido el concepto de turismo pudieron levantar cabeza y atraer importantes inversores, como grandes cadenas hoteleras, con centros de convenciones y spas, o capturaron al turismo rural montando estancias con espectáculos gauchescos, asados típicos y todo tipo de servicios, entre otras variantes.

En lo que respecta a la zona costera, basta con mirar al partido de Tigre y ver cómo han reformado el Paseo Victorica, o el Paseo de la Ribera en Zárate o la costanera en Campana. Fueron avances que se hicieron de a poco, pensando en proyectos para potenciar el desarrollo turístico.

Los intendentes buscaron financiación en el Estado nacional para mejorar esos espacios y luego ampliaron la búsqueda de inversores en los privados, que vieron la posibilidad de un crecimiento en la zona.

Por eso no se entiende por qué en Escobar históricamente se ha ignorado el cordón costero. Y no sólo que se lo ignora, sino que hasta parece que alguien se hubiera propuesto afearlo a propósito.

Indudablemente, para llevar adelante obras lo primero que se necesita es voluntad política y determinación, cosa que en Escobar está claro que no hubo ni hay.

Con proyectos, la eterna excusa de la falta de presupuesto podría revertirse. Pero el deplorable estado del Paraná es tanto culpa del gobierno de Sandro Guzmán como de los anteriores. Aunque la actual gestión ya lleva cinco años en el poder y la única innovación que ha habido en la ribera escobarense es la instalación del polémico puerto de regasificación.

La realidad es que no hay políticas en lo que a turismo se refiere. Para quien lo mira desde afuera, es como escupir al cielo, porque con semejantes bellezas naturales que tiene el Delta no es que haya que esforzarse demasiado para lograr un lugar agradable. Allí, todo está dado.

Pero no se trata sólo de atraer foráneos. Quienes viven en Escobar merecen la posibilidad de acceder a espacios de esparcimiento dignos; confortables, limpios, de fácil acceso y con la infraestructura por lo menos básica: sanitarios, bancos donde sentarse, lugar de estacionamiento y proveedurías.

El Paraná de las Palmas es una de las pocas -por no decir de las únicas- opciones que tienen los escobarenses para escaparse del cemento sin tener que gastar fortunas. Sobre todo en estos meses de verano, cuando pasar unas horas frente al río podría ser como encontrar un maravilloso oasis en el desierto.

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Infierno en el paraíso

Para dar con el río hay que recorrer unos 15 kilómetros desde el centro de Belén de Escobar por la ruta provincial 25, que es la continuación de la avenida San Martín. Llegar es más que una aventura. Es una cuestión de suerte.

El asfalto del camino es deplorable. Hay que sortear seguidillas de baches, pozos y enormes cráteres que se abren en la tierra, teniendo mucho cuidado de no romper el auto. La señalización es casi nula, pocos carteles despintados, tapados por ramas y yuyales, o incorrectos, porque indican cosas que no son. Como los que advierten sobre badenes que no hay.

En el trayecto tampoco aparecen áreas de servicios para cargar nafta o abastecerse de alimentos o bebidas. Lo recomendable es llevar todo lo necesario desde la casa. Sólo se puede encontrar miel pura, que venden los isleños. De noche, alejarse, porque ni siquiera hay iluminación.

Al mismo tiempo, el tránsito de camiones gigantescos que arrastran acoplados dobles cargados de arena y otros materiales es continuo. Hay que manejar con mucha precaución, porque los conductores de esos camiones suelen apretar el acelerador más de lo prudente.

Pero no todo durante el viaje es una pesadilla. Paradójicamente, el camino cuenta con una imponente belleza natural aportada por un sinfín de especies arbóreas, que en algunos sectores se convierten en un placentero túnel verde.

El primer sector es de campo. Tras cruzar el puente Gobernador Mercante, sobre el río Luján, se accede a la zona isleña y el paisaje cambia. La vegetación se torna más exuberante y se comienzan a ver grandes pantanos, riachos y lagunas que bordean la ruta.

Tras más de media hora sorteando escollos en el camino, se arriba por fin al puerto de Escobar. Ahí el panorama se complica aún más.

Encontrar un lugar donde dejar el auto es una lotería, particularmente los fines de semana, cuando la cantidad de gente que llega es incontable. Deshacerse del vehículo es una tarea titánica, porque no está previsto un predio de estacionamiento.

Todo el circuito sobre la costanera está plagado de carteles de prohibido estacionar, que obviamente nadie respeta porque no queda otra. Sólo hay un par de lugares pagos y con poca capacidad.

A continuación comienza otra misión imposible, la de encontrar dónde desensillar y hacer el picnic. O simplemente extender una lona debajo de un árbol para leer un libro. No se puede. Incluso un día de semana sin tanto público tampoco será factible descubrir ese lugar sin estar rodeado de basura y corriendo el riesgo de que un árbol se caiga encima de uno.

Hay una infraestructura de parrillas y restaurantes de lo más precaria, donde a simple vista los cuidados de higiene son escasos. Pero, claro, están llenos: no hay otro lugar adónde ir si se va con la idea de “picar algo por ahí”. Las mesas y los bancos públicos son una vergüenza, por lo sucios, por lo rotos y por lo incómodos.

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Tierra de nadie

Uno de los pocos atractivos que ofrece el lugar son los paseos en catamarán y en lancha, algo un poco más seductor, ya que permiten salir de la zona del puerto y ahí sí disfrutar de los espectaculares paisajes y del majestuoso río. Pero si no, queda pescar. ¿Qué? Ropa vieja, botellas de plástico o bolsas de nylon. Como le pasó a Raúl, que estuvo horas con la caña en la mano hasta que por fin sintió que algo picó. “¡Esta noche comemos pescado!”, gritaba su mujer. Pero no, el anzuelo sólo había enganchado una asquerosa bolsa que descansaba en las profundidades del río.

“Lo hago para pasar el rato, porque entre las lanchas y el ruido de la gente los peces no se acercan a la orilla y no sale nada”, se quejó Pablo, otro pescador que llegó desde General Rodríguez junto a su familia para aprovechar una estupenda jornada de sol. “El lugar es tranquilo y está bueno para pasar el día, pero al intendente de acá el lugar mucho no le debe importar, porque podría estar mucho mejor y por la gente que viene, plata entra seguro”, opinó.

Las pequeñas “playitas” son, en realidad, “pequeños basurales”. Tierra sucia, vidrios rotos, tetra briks de vino tirados por todos lados. Es que no hay tachos de basura. Los más cuidadosos tiran todo en una bolsita que atan de un árbol y se la llevan; los otros dejan su basura por ahí, sin saber que no hay un adecuado servicio de limpieza municipal.

Si bien está prohibido bañarse, son muchos los que no dejan pasar la oportunidad de darse un chapuzón. Vale aclarar que las aguas a esa altura -a pesar de estar sucias por obra y gracia del hombre- no están terriblemente contaminadas. El problema es que no hay bañeros.

En la zona de bosques, los árboles están inclinados a 45º. Pero no es por las últimas tormentas que azotaron al Delta sino porque hay gente que hace el asadito al pie de los troncos y los quema; formándose en su base una cavidad que hace las veces de hornito y deja a los más de 500 kilos que puede pesar un pino de ese tamaño pendiendo de un hilo.

También hay senderos para recorrer a pie. Eso sí, ir con botas de goma altas porque para acceder a esos maravillosos pasajes entre los añosos árboles, muchos a la vera del agua, hay que pasar por basurales, literalmente.

Los puentes prácticamente no existen. Los pocos que hay no tienen barandas, se zarandean con el vaivén de la corriente y hay que tratar de no meter el pie entre los agujeros que dejan las tablas faltantes.

Sin dudas, un lugar mágico, sobrecogedor, que por ahora no se deja vencer por la desidia, el maltrato y el desagradecimiento. ¿Hasta cuándo? No lo sabemos. La pregunta que se hará la naturaleza será ¿por qué tanta saña? Y no sólo con ella, que ya está acostumbrada, sino con los escobarenses, que son quienes al fin y al cabo deberían poder estar disfrutando de semejante regalo.

Es que el deplorable estado de la ribera del Paraná le da razón al refrán: Dios le da pan al que no tiene dientes.

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