Protagonizó El Mono que Piensa, el programa más visto de los domingos a la noche a principios de los ‘90. Pero nadie conoció su rostro y la fama le pasó por el costado. Un actor que pateó el tablero y se vino a Maschwitz.

Por FLORENCIA ALVAREZ
falvarez@dia32.com.ar

La ruta es la 26, entre Ingeniero Maschwitz y Dique Luján. El calor es agobiante, el polvo fino espesa el aire, pero el paisaje y la intriga de saber qué es lo que aguarda al final impulsan a continuar. En cierto punto hay que doblar a la derecha y seguir el camino de tierra, entre humedales, cruzando puentecitos, topándose con hombres a caballo e isleños que pasan en sus botes, cañas de pescar en mano. Aníbal Román Guiser (56), espera cerca de la tranquera de madera, sentado en su escarabajo del ‘58. Un sombrero panameño lo cubre del sol. Abre, saluda afectuosamente e invita a pasar: “Seguíme que vamos parando y te voy contando de qué se trata”, dice.

Así, el anfitrión va explicando que el econaútico Hipocampo es un campo de siete hectáreas, sobre el río Luján, donde se abrió un canal, se dividieron los terrenos sobre el agua y se comenzó a armar un barrio de casas flotantes y sustentables. Hay unos veintidós terrenos y cinco casas construidas, en su mayoría de madera y vidrio, que se sostienen sobre estructuras de ferrocemento. Al no estar fijas, las casas pueden moverse de un lado al otro, producen su propia agua potable, tratan y reciclan todos sus efluentes y ofrecen espacios de techos verdes para cultivar frutos y hortalizas. Un concepto absolutamente novedoso, pensado para quienes necesitan una forma de vida en armonía con la naturaleza.

Aníbal desarrolló la idea a partir de un mal negocio que lo dejó casi en la ruina. Pero no siempre se dedicó a los proyectos inmobiliarios. Se formó como actor y su vida profesional, hasta hace algunos años, pasó por la actuación, el arte y la cultura. Intereses y gustos que mamó de sus abuelos maternos, Jacobo Gleyzer y Sara Aijen, fundadores del teatro popular judío IFT (Idisher Folks Teater) y padres del cineasta desaparecido Raymundo Gleyzer.

“Me crié yendo a ver a mi abuela al teatro, en los camarines, con el olor a humedad y a pis de gato de los teatros viejos, entre las tablas. Y de muy chiquito participaba con pequeños personajes en los documentales de mi tío, me acuerdo particularmente de uno que se hizo en Catamarca sobre Florentino Ameghino”, recuerda Aníbal en el comienzo de la entrevista con DIA 32.

Como todo chico que gusta de la actuación, donde más se lucía era en el colegio. Allí la timidez no lo amedrentaba para nada, a punto tal que en séptimo grado se cargó al hombro un unipersonal encarnando a un gaucho viejo. “Siempre fui actor, mi primer trabajo profesional fue en una temporada de verano en Necochea, en una obra de teatro con Niní Marshall y Juan Carlos Thorry”.

¿Cuál fue el trabajo actoral más importante que realizaste?

Hice muchas obras y muchas cosas, obviamente no llegué a ser un actor famoso, pero sí tuve un personaje que fue muy famoso en su momento. Lo que pasa es que estaba tan caracterizado que nadie me reconocía. Era una serie que salía los domingos a la noche en Canal 13, El Mono que Piensa, emitía documentales sobre cultura, tecnología y ciencia. Era un mono tipo Planeta de los Simios, tardaban dos horas en armarme, en pegarme la máscara, me ponían las manos, todo. Además, por contrato no se podía develar la identidad del actor. O sea que iba primero en el rating los domingos a la noche y nadie sabía que era yo. Después hice laburos en cine, más que nada en teatro y algunas cositas en televisión.

¿Cuál es la parte que menos te gusta del trabajo de actor?

Nunca me sentí cómodo yendo a estrenos y a lugares para hacerse amigo de uno y de otro. Es todo un chamuyo que hay que transitar para que alguien después te de algún trabajo. Yo no sirvo para eso. Es una filosofía que tengo para la vida, creo que uno no tiene que vender nada, ni un vínculo, ni hacer esfuerzos excesivos en una conquista amorosa, ni para conseguir un trabajo ni nada. Uno tiene que confiar en los valores y trabajar en su propio jardín, en ser cada vez más generoso, más amoroso, mejor papá, amante, hermano, amigo. Después, lo demás viene solo, no hay que preocuparse.

¿En qué punto se une tu amor por el arte y el econaútico?

Este proyecto atrapó mucho mi corazón y mi sensibilidad, entonces estoy como apartado. Para mí esto es un hecho artístico y creativo que me llena el alma.

También te gusta navegar, ¿cómo entraste a ese mundo tan particular?

Compré un barco, “el Terrible”, que estaba medio abandonado y lo restauré para volver a navegarlo. El mundo de la navegación no era algo exactamente nuevo para mí, porque tenía mi imaginario poblado de lecturas de Julio Verne, Jack London, Joseph Conrad, todas historias marinas de la infancia y de la adolescencia. Es como dicen los griegos: “Hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que están en el mar”. Los navegantes estamos en un estado de conexión con la eternidad, es algo muy interesante. Eso me llevó a conocer la maravilla del Delta, el irse de vacaciones en un barco y meterse en lugares a los que no se podría llegar de otra manera.

¿De la vida en el barco surge Hipocampo?

En realidad surge de un mal negocio. Trabajé diez años en un proyecto muy ambicioso que se llamaba “Viaje sin fin, camino de las culturas”. Eso me llevó a Estados Unidos, a hacer un acuerdo con el museo Smithsonian de Washington DC, me endeudé, hipotequé mi casa y me metí de lleno. Pero no tuve la precaución de hacer un contrato previo y, tras un cambio de autoridades, quedé completamente afuera. Eso fue en abril de 2001, fue tremendo. Perdí todo lo que había invertido y vendí mi casa, que había hecho hace 28 años en lo alto de un edificio antiguo de Agronomía, con un techo verde, un jardín con frutales y todo tipo de plantas. Ese fracaso me llevó a doblar la apuesta y a irme a vivir al Delta con el barco. Terminé cumpliendo un sueño, fue la realización más grande de mi vida. Después empecé a buscar un lote para hacer mi casa, pero se me ocurrió la idea de comprar algo más grande y armar una especie de vecindario entre amigos.

¿Te fue muy difícil encontrar este lugar tan maravilloso?

Recorrí todo lo que había sobre el río con acceso por tierra desde Olivos hasta Campana. Tenía que ser un lugar accesible porque yo soy un bicho de ciudad, vivo de la bohemia, de los teatros, de esa bella nocturnidad que tiene Buenos Aires. No quería perder mi conexión poderosa con la ciudad. Tenía que ser un lugar donde se pudiera vivir en la naturaleza pero estar en el centro en 45 minutos. Primero iba a comprar solo, pero después de mucho negociar con el dueño, me pidió el doble de dinero. Yo era consciente de que este lugar era un paraíso y que en poco tiempo iba a valer mucho más. Por eso terminé comprando con un amigo.

¿Naciste en la ciudad o en las afueras?

Nací en La Paternal, a dos cuadras de la cancha de Argentino Juniors, y después viví en una mansión. Fue porque mi viejo empezó a tener mucho éxito en lo que hacía. Yo me crié en un hogar de gente de izquierda, con ideales de que todos somos iguales y que en el mundo no puede existir este tema del capitalismo, la codicia y demás. Al mismo tiempo, mi viejo era un empresario muy adinerado.

¿Cómo es la historia de tu papá?

Empezó con un teléfono prestado en la casa de mi abuela vendiendo repuestos para autos, hasta que un amigo que fabricaba cables le ofreció revenderlos. Un buen día surgió una propuesta para fabricar cables y comenzó en un tallercito. Mi viejo empezó a ser muy exitoso en sus negocios, pero eso le generaba un conflicto porque era algo que iba en contra de sus ideales. Tenía unos empleados en el taller y eso le produjo una crisis interna que lo llevó a pensar que era un explotador, entonces lo cerró. Después volvió a abrirlo y armó un imperio porque empezó a dedicarse a la televisión por cable en el momento en que explotó en Argentina. Tuvo socios como (Alejandro) Romay, le vendió a Telefé, instaló siete canales en Brasil, llegó a hacer cosas re grosas. Pero era un tipo que nunca tuvo una visión codiciosa para sí mismo. Y en alguna medida siempre fue coherente, a tal punto que, cuando un día se hundió el Titanic en dos minutos, no tenía un peso. Todo lo reinvertía para hacer un proyecto más grande, siempre estaba en rojo. Perdió todo y hoy vive de la jubilación.

¿Qué heredaste de él?

El desinterés por la codicia. Mi interés no está puesto en el dinero, pero creo que si uno hace cosas honestas, con el corazón y con una misión de aportar algo sano y nuevo, que inspire a la gente en formas luminosas, el universo te va a premiar con la abundancia. Y no hay ningún problema en ser millonario, yo creo que probablemente lo sea en un futuro, pero no voy a usar el dinero para cambiar el auto. Si fuera millonario usaría el dinero en desarrollar energía libre para terminar en serio con ese problema en el país y no con los desastres como Vaca Muerta y la planta regasificadora de Escobar, que nos puede volar a todos a temperaturas treinta veces superiores a la bomba de Hiroshima.

¿Crees que es posible que en el mundo en que vivimos la gente que tiene mucha plata piense en utilizarla para hacer cosas para los demás?

Se viene un nuevo paradigma, la cultura de la abundancia sostenible. Para eso hay que sacarse de la cabeza la ilusión de la escasez, porque la vida es abundancia, tenemos aire gratis, agua, lluvia, plantas, comida, tenemos todo. Es que estamos convencidos de que si no vamos todos los días a ese trabajo que nos resulta insoportable, no vamos a poder pagar la cuenta del gas. Y la más truculenta paradoja es lo que pasó en ese edificio en Rosario donde volaron todos. Siempre pienso que ahí vivía alguien que se levantaba todas las mañanas para ir a un trabajo porque sino no le alcanzaba para pagar la cuenta del gas, que lo terminó matando. Eso es un buen ejemplo de que esa vida no tiene sentido. Yo prefiero dormir en el banco de una plaza pero hacer la vida que quiero.

El hombre de la máscara

Aníbal Guiser realizó actuaciones de todo tipo en televisión, cine, video, teatro y publicidad. La lista de sus trabajos es extensa. Empezó de muy chico, a los 6 años, en un mediometraje dirigido por su tío, el cineasta Raymundo Gleyzer. Dirigió documentales y una serie de micros de humor emitidos en el canal SubTV llamado Subteman, del que también fue creador y protagonista principal.

El personaje con el que más reconocimiento obtuvo fue El Mono Eslaper, protagonista del ciclo El Mono que Piensa, que se emitió en Canal 13 entre los años 1992 y 1993, los domingos a la noche. Caracterizado como un simio, Guiser fue invitado a importantes programas de la época como El Agujerito sin Fin y Fax.

En 1992 El Mono que Piensa obtuvo el premio Santa Clara de Asís al mejor programa de televisión y en 1993 el Broadcasting al mejor programa de divulgación científica. Ese mismo año fue nominado a los premios Martín Fierro como Mejor Programa Cultural-Educativo de la televisión argentina.

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