En su magistral e inolvidable discurso sobre las malas palabras, Roberto Fontanarrosa decía que tienen una expresividad que difícilmente las haga intrascendentes. Algunas son irremplazables por su sonoridad, incluso les atribuía una contextura física: “No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo. El secreto, la fuerza, está en la letra T”.
Los hombres que hayan ido a comer al negocio de Doménica Magdalena Pécora (81), conocida por todos como Nucha, saben que ella le hace un gran honor a la “T” de la que hablaba el artista rosarino. Y también saben que los llama así de manera amorosa. Es más, se preocupan si no se dirige a ellos con la muletilla: “Ey, Nucha, ¿qué pasa que hoy no me dijiste ‘pelotudo’?”, le reclamaron alguna vez. En su paso por Escobar, el comediante Leandro Igounet la calificó como “la típica abuela que cocina y putea como los dioses”. Para las mujeres, más suave, acostumbra un “¿vos sos loca?”.
Como en las casas de muchas abuelas, el movimiento en “Lo de Nucha” -avenida Tapia de Cruz 1419- empieza bien temprano: “Llegué a las seis, hice los flanes, el postre, condimenté el vacío, la bondiola de cerdo…”, le cuenta a DIA 32 sobre su rutina en esta cocina, que cierra solo los domingos y desde hace treinta años le da de comer a los escobarenses.
Generosa, en la entrevista comparte todos los secretos: del flan casero, del Bayleis, del limoncello (que hace solo con los limones de la planta, porque los otros tienen “remedio”) y del exquisito postre con vainillas y moscato que lleva su nombre. Eso sí, aclara más de una vez que es todo a ojo, que no tiene paciencia para las cantidades. Quien quiera aprender tiene que verla cocinar. Es práctica y resolutiva: “Hago las recetas a mi manera”.
“Tenemos más bien salado, pero cuando empieza el frío hacemos la torta de manzana, la pastaflora de batata y membrillo. La masa de la tarta la hago yo: tenemos de espinaca, de choclo y una de zapallito. El secreto es: se cocina con la cebolla. Los dos largan mucha agua, pero si se ponen en un colador se van todas las vitaminas. Entonces yo le pongo dos o tres cucharadas de Quaker, que es fibra, alimento y no engorda, huevo y queso rallado. Ese es el relleno”, revela.
Como en casa
Entrar al local de Nucha es una experiencia familiar. No solamente porque su comida tiene el inconfundible sabor de lo casero (empezando por el pancito), sino porque la cocina está a la vista, con los ruidos, la velocidad, los aromas, entredichos, el televisor prendido, las plantitas, la virgencita y los portarretratos de sus amores. Tiene un hermano doce años menor, Roberto, y tres hijos: Carlos (fallecido), Ricardo y Marcelo. Además, cuatro nietos y muchos amigos.
Ella entra y sale del sector de hornos y hornallas, da indicaciones, mandonea, va sentándose en las mesas con mantelitos a cuadros para hablar con algún cliente -seguramente retarlo- y llevarle algo nuevo para degustar. Bien sincera, dice lo que piensa: “Si no hablo, se enojan. Yo voy con la verdad: si les gusta, les gusta; si no, que vayan a otro lado”.
“Acá comen de todo, hoy hubo chorizo a la pomarola, preparamos buñuelitos con la hoja de remolacha, el otro día hicimos tortas fritas con la lluvia y la gente se volvió loca. Empanadas de matambre, agnolotis de ricota, jamón, nueces y almendras…”, enumera sobre los platos que ofrece, de acuerdo a la temporada, a sus ganas, a lo que inventa.
Las paredes del comercio tienen muchos objetos colgados. Uno de los más curiosos es un escudo de la Policía Bonaerense que dice “Destacamento Nucha”. Cuenta que fue un regalo del comisario Daniel Manfredi. “Me lo trajo con otro de mis hijos postizos, Santiago Mansilla”. Así llama a sus clientes de siempre, a sus amigos, a los que quiere con el corazón. “Me lo trajo envuelto. Le dije: ‘¿pero vos sos loco? Es muy poco destacamento, ¡subime de categoría!’”.
En la recorrida, señala una camiseta de fútbol en un cuadro: “Hace unos cuantos años le daba de comer al plantel de Racing en el Hotel De la Flor. Los chicos comían todos los días fideos. Yo les hacía el flan y la ensalada de fruta. Marchant, que era amigo de mi hijo ‘El Tano’, me trajo la camiseta firmada por los jugadores”.
Cada rincón guarda una anécdota. Como la del cuadro desteñido de una esfinge: “Tuve cinco egipcios que vinieron a comer de Techint. Vino la combi y bajaron con el traductor, que en dos minutos se mandó a mudar. ‘¿Qué hago yo con cinco egipcios?’, pensé. Me buscaban las palabras en el celular para entender. Desde esa vez, cuando se iban a El Cairo me traían regalos, cajas de dátiles, las pirámides de la energía… Uno de ellos me dijo que yo en Argentina era su mamá y me invitó a su país. Siempre me escribe. Los clientes me llaman, me dicen que su casa es mi casa, esas cosas no tienen precio”, asegura, y rememora otras visitas inolvidables.
La donna italiana
En el mismo pueblito donde nació Nucha, lo hizo también el padre de Manuel Belgrano. En Oneglia, ubicado en la Liguria, cada 20 de Junio flamea la bandera argentina para homenajear al prócer y a su familia. “Soy importada”, dice ella entre risas, y cuenta sobre sus seis visitas a Italia para reconectar con su tierra natal.
Su madre, Giovanna Santina, hacía unos capeletis in brodo (en caldo) alucinantes, se pasaba horas elaborándolos, era una receta genovesa. “Mamá hervía una gallina y los metía ahí adentro con muy buen queso. Los rellenos tenían pollo, jamón cocido, un poco de mortadela, que le daba un sabor muy especial; huevo, queso rallado, sal, pimienta y nuez moscada”.
Su abuelo vendía aceite de oliva en la frontera. Nucha tiene la imagen nítida de varias señoras mayores haciendo los canastos para las damajuanas; en el fondo de la casa había un piletón con el mimbre en remojo.
Su padre, Pascual Pécora, era calabrés y la madre tenía una panadería: “A mi abuela la vi dos veces, cuando era chiquita y cuando volví en 1966. Se llamaba Doménica, como yo. La mamá de mi mamá se llamaba Magdalena. Por eso a mí me pusieron los dos nombres. A mi abuela le decían Manucha, y a mí… Nucha”.
Es tal la fuerza de las mujeres de esta familia que sus hijos continuaron la costumbre de heredar los nombres de las abuelas. Dos de sus nietas se llaman Sol Giovanna y Felicitas Giovanna. También están Constantinos y Miranda Lurdes. “Los chicos adoraban a mi mamá”, dice conmovida.
Claveles inolvidables
El 8 de julio de 1950, la pequeña Nucha llegó de Italia a Argentina, con 7 años y acompañada de su mamá. Su padre ya estaba en el país. Como si fuera un guion de película, Pascual había estado en Kenya, África, contratado por el gobierno inglés como electricista. Después, contactó a una hermana que tenía en Buenos Aires y vino junto a otros italianos buscando un lugar apto para la familia.
Los Pécora estuvieron tres meses en Río Ceballos, Córdoba; después, él empezó a trabajar para la empresa Techint en el puente de General Paz y Constituyentes y le pasaron un dato para vivir en Escobar. También necesitaban electricista.
“Vinimos y de acá no nos movimos. Estaba la sala primeros auxilios, la Municipalidad, el corralón, Colacilli, el Belgrano no existía… Papá entró en la fábrica de mosaicos, trabajaba con Antonio Sardella, donde después estuvo el Hotel De la Flor. Iban a Olavarría a buscar cemento con el camión y el fin de semana hacía electricidad del automóvil. Eran todos italianos. La mayoría estaba en el Hotel París o le alquilaba una pieza a Don Antonio Spadacini, que fue el inventor del pollo al barro”, cuenta sobre aquel Escobar en formación.
Allá y entonces, Nucha iba a la Escuela N°1. Su maestra de sexto grado fue Nelly Seminari, que hace poco la visitó en el local. “El colegio era en la estación, ahí vivía la directora con su marido y seis hijos. En los recreos, la cuñada de don Antonio nos preparaba sánguches de salame o de mortadela y nos lo pasaba por la ventana. ¡Inolvidable!”.
“Cuando era chica, mamá me mandó a aprender a coser a lo de Bertolotti. Su novia nos enseñaba corte y confección. Pero yo iba y me ponía a atender la panadería de al lado. La cocina siempre fue lo mío. Mi ex marido decía: ‘no cose ni un botón, pero los matambres sí’”.
Una de sus imágenes preferidas es la de Spadacini en su escritorio, “con un gallo, una gallina y un florero con claveles que nunca más vi. Yo elegía el más lindo y me lo guardaba. Él siempre vestía un saco de pijama con una flor. Por la Rivadavia estaba el depósito de flores donde llegaban los japoneses en carro o en bici, para después trasladar todo al mercado de Buenos Aires”.
Por ese tiempo, Don Pascual abrió su taller de electricidad del automóvil en una esquina sobre Rivadavia. Travi era puro barro, había una estación de servicio y un local con verdulería y almacén. “Nosotros teníamos cuatro cargadores de batería, los viejitos de Loma Verde se venían en carro a traer la suya para cargar porque no tenían luz. Mi papá siempre decía ‘ayudá sin mirar a quién’, y yo hago eso”.
“En el taller teníamos la puerta abierta todo el día, no se podía cerrar por el olor al ácido de la batería y porque mi papá lavaba las bobinas con nafta. Así que en invierno nos moríamos de frío. Yo hacía ahí los deberes. Trabajaba con él en el taller, le preparaba los cables, los terminales, iba a Buenos Aires a buscar los repuestos… Él me llevaba 5 y media a tomar el Chevallier, llegaba hasta Once y de ahí me iba a comprar a la calle Rodríguez Peña”, relata con precisión.
Del taller a la cocina
El segundo taller de los Pécora se instaló donde ahora se venden, ya no bujías, sino las mejores berenjenas en conserva del partido de Escobar. Sobre el local de Tapia de Cruz se arreglaban los camiones de los quinteros de la zona, los italianos, portugueses, japoneses. En las estanterías, donde luce una colección vintage de vasos de Coca Cola y se guardan las latas con salsa de tomate, antes había condensadores o tapas de distribuidor.
Cuando Nucha se casó, vivió varios años en el barrio porteño de Boedo, donde empezó a cocinar y a armar su clientela. Como extrañaba mucho Escobar, decidió volver. Hace treinta años instaló su cocina en el que había sido el taller de su padre. Se fue armando de a poquito. “Tenía tres mesitas que me había regalado Brahma, una hornalla chiquita y un solo horno”, apunta.
Desde entonces, no paró de crecer. Cantidad de personalidades del pueblo y comensales de empresas de diferentes provincias y países pasaron por sus mesas y charlaron con ella. El año pasado, en octubre, recibió la visita del intendente Ariel Sujarchuk, que le llevó una placa de reconocimiento, masitas y flores por su cumpleaños. Ella adora celebrar en su día, a lo grande y junto a sus seres queridos.
Anécdotas con las autoridades de Escobar tiene muchísimas. Cuenta que cuando Luis Patti recibía visitas en la Municipalidad, sus custodios iban al local, tipo once de la mañana, y se llevaban picada, ensalada de frutas, pan y gaseosa. Al rato, buscaban la comida caliente. “Un día me dijeron que había ido a comer el embajador de Estados Unidos”, comenta.
Observadora, plantea su mirada sobre la ciudad y el distrito: “Ariel ha hecho mucho; el ingeniero Ferrari Marín también; Valle se patinó todo lo que dejó él. Casanova fue buen intendente. Patti hizo muchas cosas. Pero lo que pasa es que no podés dejar conforme a todos”, reflexiona.
“Yo siempre ando jodiendo por las mesas, les digo a todos pelotudos”, dice sin ningún tipo de pudor. Y resalta la clave para que las cosas funcionen como corresponde: “Lo más importante es prestar atención. A mí me gusta lo que hago, yo charlo por los codos, pero cuando estoy cocinando me concentro en lo que estoy haciendo, no miro lo que hace otro ni escucho”.
La cocina del pueblo va mutando a su modo otoñal, prende las luces temprano, las manos de la anfitriona espolvorean harina sobre la mesada de madera y empiezan a amasar cerca de la plantita de romero. En invierno vendrán los tan esperados guisos, ella recordará poner los porotos en remojo el día anterior. Hasta que empiecen las primeras flores y Nucha festeje, una vez más, la alegría de amanecer cada día para recibir en su casa a una gran familia.
“Me gusta lo que hago. Yo charlo por los codos, pero cuando estoy cocinando me concentro en lo que estoy haciendo, no miro lo que hace otro ni escucho”.